jueves, 26 de mayo de 2016

Esa primera vez

Te conocí cuando éramos apenas unos chiquillos. Tú fuiste dueña de mi pasado, de la historia responsable de convertirme en lo que ahora soy. Tú me diste la oportunidad de gozar esa infancia llena de juegos a la que todos tenemos derecho pero pocos disfrutamos; me ofreciste una adolescencia repleta de placeres jugosos que me ayudaron a descubrir mis gustos y pasiones. Fuiste mi primer amor, sin importar que fuera un monstruo.
Incluso respetaste mi naturaleza sombría, ermitaña, pues nunca te importaron mis paseos por los cementerios. De hecho, te conocí en uno. Todos iban de negro, pero tú y yo no. Tú vestida con un precioso vestido azul cielo «me imagino que tu color favorito» que hacía resaltar esos ojos tan brillantes, llenos de vida. Yo con mis bermudas verdes y una camiseta polo del mismo color, como me gustaba vestir desde los siete años. ¿Cuántos tenías tú? ¿Trece? Yo había cumplido los quince el día anterior a nuestro encuentro, y había asistido al cementerio para celebrar. Mas nunca imaginé que obtendría el mejor regalo de mi vida: tu sonrisa, una sonrisa dirigida a mi persona. Ambos acordamos, sin la necesidad de las palabras, acudir a ese mismo sitio al anochecer. Sé que tenías tantas ganas de conocerme como yo las tenía de conocerte a ti. Lo leí en tu expresión al descubrir mi mirada fija en tu cuerpo hinchado por la recién llegada de la pubertad; lo supe por tus pezones que se endurecieron al verme llegar a tu lado, por tus labios enrojecidos al pensar en nuestro primer beso.
Aquella primera cita marcó mi destino. A veces el primer amor resulta ser el único. Y, a pesar de que estuve con otras, nunca te fui infiel, pues mientras mi cuerpo se retorcía de placer unido a los de esas chicas, mi mente siempre se encargó de permanecer contigo y de que mi boca les llamara por tu nombre a esa docena de cuerpos carentes de calor.
Llegué puntual a nuestra entrevista, pero aun así no pude ganarte. Esa muestra de interés terminó por enamorarme. No pude resistir al ver tu cabello castaño reflejando la luz de la luna y tu muslo brillante, esculpido por la pantimedia, y me lancé contra tus labios. Tu aliento hizo desaparecer las tumbas, convirtió la tierra en una alfombra de terciopelo rojo. Rodamos, extasiados con nuestros experimentos para desentrañar los misterios de la sexualidad; tu dientes necios se cerraban cada que mi lengua entraba por tu boca, mis manos se aferraban a tus pechos apenas marcados. Te dije palabras de amor, y tú me respondías con nuevas caricias que me hicieron sospechar que eras una veterana prematura en las artes del amor.
Y por fin te llené con mi jugo al tiempo que besaba tu cuello. Nos quedamos otra media hora abrazados en medio de la madrugada para canalizar las nuevas sensaciones, para planear un futuro que no terminaría por llegar, pero que sin duda lucharíamos por conseguirlo. A esto le siguieron los planes de fuga, como una típica idea de niños tontos o la expresión máxima del romanticismo. Me suplicaste que escapáramos juntos y yo no tuve la fuerza para negarte nada.

No pude resistir a la tentación de regresar poco después al lugar donde consumamos nuestro enlace, porque ya sabía que habían descubierto la fosa abierta y que le habían notificado a tus padres. Sonreí al ver a tu madre llorar sin consuelo en el hombro de su marido y al enterrador tratando de justificarse. Nunca nos encontrarían.