martes, 12 de diciembre de 2017

Soñé contigo

Fue una noche extraña, no hay duda de eso. ¿Sabe? Absolutamente todo lo recuerdo como si se hubiese tratado de un sueño. Porque así empezó todo, como un sueño. Todavía aquí, con la certeza de estar despierto hablando con usted y luego de pellizcarme varias veces para convencerme de mi estado de vigilia, no puedo evitar preguntarme si sigo en un sueño; de esos en los que piensas haber despertado, pero no ha sido así en realidad. ¿Sabía que los hinduistas creen que existimos en la mente dormida de Maha Visnú? Sí, somos sólo un sueño de aquella advocación de la Divinidad. ¿Qué pasará cuando despierte? En fin, únicamente son ideas, dudas existenciales como cualquiera las ha tenido. Sé que lo ocurrido esta madrugada pasó en verdad y ahora debo afrontar las consecuencias. Sí, he rechazado tener un abogado presente porque no le veo el caso y no tengo ganas de negar nada. Muy por el contrario, señor, deseo contarlo todo con absoluta libertad; de esa forma usted podrá ocuparse de cosas más importantes y yo podré regresar a dormir.
Disculpe si me extiendo más de lo que usted quisiera, mas es necesario. Todo empezó, como ya dije, con un sueño particularmente coherente y lógico, por cierto, como casi ningún sueño lo es. Caminaba con unos amigos por una calle desierta y una suave lluvia nos caía encima. Tenía la idea de que regresábamos a casa después de una fiesta. Pese a que las gotas, al caer sobre la cabeza y escurrir por la cara, se sentían como frescos besos unidos al viento para diluir el alcohol en la sangre, yo sentía una rara aprensión  en el pecho, como si se tratara de un fatídico presentimiento. Al poco tiempo escuchaba ya únicamente mis propias pisadas reventar los charcos del pavimento y, al girar sobre mis talones, me encontré solo. El indefinible miedo se acrecentó en mis víceras. Ahora que lo pienso, y esto se lo comento a modo de confesión, es ese vago temor que siento cuando entra la noche y yo me encuentro fuera de casa, esperando el metro o el camión, desconfiando de cada individuo que pasa a mi lado o me lanza una mirada casual; una especie de paranoia de que en cualquier momento llegará algún imbécil a asaltarme y, al ver lo poco que puedo ofrecerle, me meterá una navaja en el vientre o me dará un tiro en el cuello. Qué muerta tan deshonrosa, tan sin sentido.
Como sea, ahí estaba yo, solo y con tan horrendo sentimiento. Decidí correr hasta encontrar un taxi, si no llegaría a pie a mi casa, pero lo importante era ir tan rápido como me fuera posible. Sin embargo, al levantar la cabeza para acelerar una visión funesta me dejo petrificado. Justo frente a mí, recargados contra un muro de ladrillos desnudos, estaban ellos dos. Ella, el amor de mi vida. Yo había sido también el suyo, según me había dicho en repetidas ocasiones con esa mirada tan tierna y profunda, con esa sonrisa de labios carnosos que parecían dispuestos en todo momento para un largo beso y de los cuales me era imposible apartar los ojos debido al impulso tan fuerte de devorarlos; con esa máscara de falsedad tan bien adherida a la piel. Él, el hombre sólo en el papel, el de la  mano de largas uñas, el de las frases de galán de secundaria y el de la billetera del amor y la amistad.
Seguro me miraban desde hacía tiempo, atentos a cada paso, a cada cabello sacudido por el viento. Oportunistas como siempre.
Al percatarse de que yo también los miraba estiraron el cuello y soltaron una risotada mostrando cada uno de los dientes. Parecía como si me miraran desde arriba, y eso me llenó de ira. Empero, caminé hacia un lado con la intención de alejarme de esa pareja de buitres como ya lo había hecho alguna vez, en el momento de la traición, con todo y el enojo, la impotencia y la ignominia que me hube de tragar; a pesar de la casi orgásmica sensación al apretar el mango de la navaja oculta en mi pantalón y visualizar la sangre, espesa y burbujeante, chorreando sobre mi piso cuando vi por última vez a ese sujeto. Debí aguantarme entonces, así como en el sueño. Y traté de alejarme, pero ellos avanzaban a la par mía, sin mover los pies o modificar sus expresiones, como si fueran parte del paisaje urbano. Sus risas acompañadas por los respectivos ecos rebotaban contra las casas y me abofeteaban, me arañaban, me desgarraban con la misma intensidad de antaño.
Ya no lo soporté más. Di un giro brusco y me dirigí a ellos con los puños apretados, dispuesto a confrontarlos. Parecían alejarse de mí aunque permanecieran quietos, así que aceleré. No obstante, apenas había dado dos pasos a ese nuevo ritmo cuando apareció a cinco centímetros de mí ese cobarde, con su mirada tan característica entre la soberbia y el ausentismo. Su cuerpo tan cerca del mío me provocó verdadero asco y una furia que me punzaba las sienes. Nos quedamos un par de segundos así, cara a cara, antes de que sintiera una cálida presión en el vientre seguida de varios picotazos. Como si se tratara de una escena gastada de telenovela o película, me toqué el estómago y llevé esa misma mano a mi rostro, impactado por la visión de la sangre. Y mientras caía, sin poder controlarlo e incapaz de comprender en ese instante el porqué, susurré el nombre de ella y pensé en sus labios y en su preciosa cintura.
Antes de tocar el pavimento, desperté. El sudor me cubría la frente y abundantes lágrimas habían humedecido la almohada. Pasados unos minutos comprendí por qué, cuando sentí de forma tan real cómo se extinguía mi vida, susurré el nombre de ésa. Es verdad que la extrañaba, pero no fue por eso; tenía bien en claro que a quien extrañaba era una idea, mejor dicho una divinización de alguien que no existía, pues la verdadera ella no era sino un esbozo desperdiciado de ser humano. No, susurré su nombre por mi necesidad de cierre, de obtener la tan esquiva retribución.
Me di una rápida ducha con agua fría para refrescarme. Me vestí como siempre, como si fuera la una de la tarde en vez de la una de la madrugada, y salí de mi casa. Era muy tarde para agarrar un transporte que no fuera un taxi, atravesaría zonas marginales y peligrosas de la ciudad, completamente solo, mas nada me importaba y sabía a la perfección que nada podría detenerme.
No tengo idea de cómo supe donde vivían, simplemente lo sabía… siempre he sido malo con las calles y direcciones, tengo una pésima ubicación y por lo mismo este misterio me resulta especialmente intrigante. Claro está que nadie me había facilitado el domicilio; mis amigos no lo sabían, los contactos en común no querían involucrarse y sus amigos, pues… Digo, debe haber una explicación lógica, no creo que lo haya adivinado ni es muy probable que alguna fuerza sobrenatural me haya guiado hasta allá. Tal vez lo investigué en algún punto de la vida y lo he olvidado. Antes sufría lagunas mentales cuando me enfurecía demasiado, ¿sabe?
En fin, el punto es que supe donde vivían, aunque el mayor misterio es el cómo también supe que no estarían en casa. Seguro no se trató más que de una coincidencia, pero, pensándolo mejor, creo que prefiero la fantasía de que en efecto tuve un sueño profético, una visión provocada por los suspiros de los ángeles de la retribución.
Así que abrí la cerradura con bastante facilidad y me escabullí en ese hoyo cargado con la peste de la lascivia y el enajenamiento que ellos llamaban hogar. Todo estaba desordenado, todo olía mal, incluso con los rastros de limpia pisos y el aromatizante en aerosol. Entré en la pequeña recámara, asqueado al pensar en las escenas que debían desarrollarse cada noche en ese colchón, y me senté en una esquina, entre un armario y una montaña de ropa sucia, y esperé.
No transcurrió mucho tiempo, quizá media hora. Un poco antes de que acabara la hora de las brujas.
Alcancé a escuchar parte de una breve discusión, seguro algo relacionado con el porqué uno de ellos había dejado la puerta sin llave. Enseguida unas pocas risas y un silencio prologado a varios segundos. Sentí de nuevo esa ira perforándome las sienes y haciéndome rechinar los dientes. No obstante, de igual manera sentí una intensa presión bajo los pantalones y un fuerte cosquilleo en todo el cuerpo. Noté que mi rodilla temblaba y hacía un ligero ruido de tamborileo con el pie; me sostuve la pierna con ambas manos y también comenzaron a temblar. Me sentía como si tuviera frío, pese a estar consciente de que era una noche más bien cálida. Aun así sudaba.
Pasaron algunos minutos. Oía su entrar y salir del baño, sus voces de ebrios. Mas no les prestaba atención. Necesitaba concentrarme en controlar mis temblores, permanecer en calma, masajearme las sienes, mecerme sin hacer ruido.
En cuanto entraron tambaleándose en la habitación, me pegué a la pared y me quedé completamente quieto, frío como un maniquí. No me vieron. Las sombras y la ropa me cubrían; aparte estaban muy ocupados besándose y acariciándose para reparar en mí, un insospechado espectador, un obligado vouyerista. Ahí tuve mi primera satisfacción, he de decirlo. Eran patéticos. Se podía adivinar que ese estado etílico era un hábito en ambos para compensar el precio que la traición nunca les pudo pagar. Sin embargo, nada puede llenar el vacío en un corazón anhelante de alma. Los besos y las caricias de ella eran los torpes y secos movimientos automatizados de una prostituta, y los de él estaban cargados de hartazgo y cinismo. Hacían su mejor esfuerzo por disfrazar dicha carencia de pasión, mas no tenían éxito. Sonreí, intentando reprimir una carcajada abierta. Ahora estaba seguro de tener una erección.
Su estado de ebriedad era tal que en ella noté ciertos gestos de náuseas, arcadas reprimidas, aunque tal vez se debían al hecho de tener que revolcarse con  un simio con  cara de sapo. Ninguno de los dos vomitó, sino que pasó algo todavía más penoso: se quedaron dormidos, así, a medio desvestir; ella en ropa interior y él con los pantalones puestos.
Salí de mi escondite, impresionado por mi propio sigilo, aunque en ese punto no creo que existiera fuerza capaz de despertarlos. Saqué el cuchillo de cocina de veinte centímetros que llevaba conmigo y caminé alrededor de la cama, rozando los bordes de la colcha con el filo, preguntándome cuál sería el primero.
Llegué hasta ella. Para ser sincero, no puedo decir que culpaba al pobre diablo de haberme robado a mi chica. Quiero decir, hubo un tiempo en el que yo habría hecho lo mismo. Él era soltero y no tenía razones para guardar ninguna lealtad a alguien que acababa de conocer hacía apenas unos cuantos meses, ni por qué sacrificar el placer de estar con alguien que, yo lo sabía perfectamente, pretendía ser tan maravillosa. Pero esa hipocresía de no decir las cosas de frente, de fingir amistad, de insistir en comprar afecto; esa cobardía al no poder sostenerme la mirada en nuestro último encuentro, el miedo reflejado en el temblor de su voz. Digo, era evidente que el tipo, a pesar de su cuantioso sueldo, quería ser como yo, pese a que lo único a lo que aspiraba era precisamente a quedarse con mi novia. Mas esos defectos resultaban imperdonables.
Siendo objetivos, la culpa recaía en ella, quien había cambiado cinco años de relación por un sueldo, quien había jurado amor eterno y que sólo me conservaba por confort o costumbre mientras se le presentaba la oportunidad de conseguir sus ambiciones mundanas. Ella era la responsable de mi sufrimiento, de mi depresión, de mi locura. Ambos conocerían la justicia del diablo, pero ella merecía un trato particular.
Levanté con el cuchillo su cabello y se liberó su fragancia. Recordé los muchos momentos mágicos a su lado, buenos y malos pero siempre especiales. La vista se me nubló por la añoranza, la tristeza y los celos. Esperé hasta recuperar la frialdad. Seguí examinando su cuerpo, redescubriéndolo. No había cambiado nada. Ahí seguía el tatuaje que dijo se hizo por mí porque yo ya era una parte de su vida grabada en tinta indeleble. Lo único nuevo era una cicatriz un poco abajo del tatuaje, en la cadera derecha. Reí sin poder evitarlo. No importaba. Lo único que ellos hicieron fue reacomodarse en la cama. Ese movimiento dejó a la vista el trasero de ella. No de grandes dimensiones, pero firme, carnoso y agradable al tacto. Su calzón de suave tela brillante y de color azul estaba un poco abajo, dejando ver el principio de las nalgas. La empujé suavemente para recostarme junto a ella. Besé su hombro, haciendo a un lado la liga de su brassier; recorrí su adorada cintura con la punta de los dedos y los reposé en el bajo vientre. Por un momento la situación se re contextualizó y regresé un año en el tiempo. Los dos en mi cama, acurrucados, besándonos antes de dormir, cuando el mundo se detenía para que yo, por unas pocas horas, pudiera ser feliz. Sabía que eso se había acabado y no regresaría jamás, excepto por esa última vez; una última vez en la que desearía que el amanecer no llegara nunca.
Olí su cuello y acaricié el borde de sus labios antes de bajarme los pantalones. Ella giró la cabeza y entreabrió sus grandes ojos. No sé si, en medio de su borrachera, creyó que yo era su novio o si entre sueños reconoció mi rostro, recordó lo que llegó a sentir por mí y se dejó llevar. Me besó con una pasión auténtica y su aliento me invadió todo el cuerpo. Quería voltearse hacia mí, pero no la dejé. Me aferré a sus nalgas y, apartando su ropa interior, la penetré. Mi boca se negaba a separarse de la suya y las lenguas se entrelazaron en un desesperado abrazo, igual de desesperado que los envites de mi cadera o mis ruegos para que no me abandonara. Sostuve con las manos esos pechos de perfecto tamaño y marcados por las mordidas. Ella comenzaba a gemir demasiado fuerte. La parte baja de su cuerpo intercalaba movimientos lentos con rápidos, pero siempre circulares y profundos. Tiré de su cabello sin soltar el cuchillo y ella se retorció y gritó de placer. Él ya estaba despertando. Maniobré hasta quedar encima de mi amada y, con un movimiento veloz, clavé el filo en el estómago de ese maldito. Los dos entonces se dieron cuenta de lo que ocurría. Ya era demasiado tarde.
Perdone si ahorita hablo demasiado rápido y me trabo, pero me cuesta trabajo no exaltarme, ¿entiende? Tampoco puedo dejar de sonreír al recordar esa escena. Fue maravillosa. Totalmente maravillosa.
Con el peso de mi cuerpo evitaba que ella se librara de un abrazo cada vez más delicioso; su lucha se limitaba a contorsiones del torso y pataleos que me producían un goce sencillamente indescriptible. Y a eso se le sumaba la increíble satisfacción de apuñalar una y otra vez a ese miserable, tal y como él lo había hecho, sólo que yo no lo apuñalaba por la espalda.
Cuando me hube hartado de casigarlo, él hacía rato que había dejado de moverse para volver a dormir, pero ella seguía retorciéndose y yo estaba a punto de acabar. La luz matutina no tardaría en filtrarse por la ventana y los gritos a esas alturas debían de haber atraído la atención de alguien. Le halé el cabello y pegué mi mejilla a la suya; con el brazo del cuchillo apreté su cuello hasta ahogar sus gritos, nada más sobrevivieron gemidos, extraños habitantes de la frontera entre el dolor y el éxtasis. Continué embistiéndola frenéticamente y le susurré al oído: “yo siempre te amé sinceramente. Que sueñes conmigo”. Recogí el brazo que rodeaba su cuello de ninfa y la cuchilla abrió su garganta. Entonces terminé.
Me quedé mirando mi obra. Todo lo que ella había sido, real o ficticio, positivo o negativo, ya no sería de nadie sino mío y ya no habría forma de derribar o siquiera manchar su pedestal. No opuse resistencia cuando sus colegas me encontraron, ni dije una sola palabra hasta que me  permitieron hablar con usted. No fue una madrugada fácil, pero por fin ha amanecido. Ahora tiene todo lo que necesita. Puede permitirme regresar a dormir. Mi cometido en esta vida ha sido cumplido y ya no tengo nada más por hacer. Agradezco su interés y paciencia. Buenas noches.


miércoles, 1 de febrero de 2017

Muñecas de carne

Los viejos dioses no son tan distintos del que ahora gobierna el mundo con un báculo torcido; a ellos igualmente les gusta mirar y divertirse con el absurdo de la vida humana, anhelan la adoración de sus creaciones y se alimentan de quienes aún les entonan cantos de alabanza. Los antiguos dioses no han muerto, pese a los grandes esfuerzos de la cruz por sembrar ese pensamiento en la mente de la gente. Ellos aún nos observan desde alturas inconcebibles, donde el bien y el mal se funden en el éter que sostiene el universo.
Justo ahora la visión se fija en un edénico bosque corrompido por la ambición del hombre, con sus manantiales de agua cristalina, sus árboles de coníferas y su gran variedad de vida silvestre condenados a sufrir la erosión antinatural provocada por ruines empresarios que lo han transformado en un sitio turístico. Es así como centenares de personas contaminan los pocos recursos naturales restantes en este bello país, estúpidamente convencidos de que se han embarcado en una experiencia que los acerca a su lado silvestre. Familias enteras pululan entre la alfombra de hojas secas que cubre la tierra fértil, atrapan sapos o buscan leña para la fogata de la tarde; algunos se refrescan en los estanques y otros patean un balón en un gran claro donde el césped forma un inclinado campo de juegos. La zona de campamentos termina cerca de un hermoso y tranquilo lago, en cuyas orillas flotan algunas botellas de cerveza o bolsas de frituras. Más allá de la basura sus ligeras olas lucen un azul profundo que invita a sumergirse en ellas. Las últimas lanchas regresan de los recorridos vespertinos, pues en la otra orilla descansan las ruinas de una ciudad prehispánica, de una civilización casi desconocida para los historiadores, y los espíritus de sus antiguos habitantes se retuercen de ira al ver cómo se mancillan sus más sagradas costumbres de adoración a la tierra y a toda criatura viviente.
El viento nos lleva hasta la zona de campamentos. Ahí se encuentra instalada una familia de clase media-alta, en medio de un escape de la vida urbana, agobiante por el trabajo en la empresa y la escuela, donde se educa para todo excepto para enfrentarse realmente a un mundo cada vez más cruel. Y ellos, a diferencia de la multitud a su alrededor, sí lograrán pasar por una experiencia que los conectará con las fuerzas de nuestra madre Naturaleza.
El padre batalla con el carbón renuente a encenderse para iniciar con la cena; la madre descansa recostada sobre un camastro plegable, ahora es su turno para permanecer indiferente a las dificultades de la cocina. La corriente en estos momentos ha bajado dramáticamente su intensidad, al punto de casi ausentarse por completo, y cuesta trabajo localizar el olor de las dos hijas de ese matrimonio, cuyos matices de dolor se pierden al contemplar ese par de joyas con idéntico esplendor que impiden la muerte de un amor ya algo oxidado. Por fin se descubren dentro de un manantial, no lejos de su tienda; habían estado bajo el agua, entregadas a inocentes juegos. Cabelleras castañas y lacias, cuatro ojos color miel, narices diminutas, dentaduras incompletas por la caída de los deciduos, pero que no demeritan dos sonrisas cautivadoras. Las mellizas prometen infinidad de preocupaciones a sus parientes por la perfección de sus encantos.
Su aroma es fuerte ahora que han salido del agua, pues las gotas secándose con el aire se llevan consigo parte de su esencia, y sus atributos se ven resaltados por las esporas de los pinos, la humedad de la tierra, las plumas de distintas aves. El humo del asador apenas comienza a dispersarse, por lo que la dulzura de la carne asada —junto a la de sus diversas guarniciones— aún está lejos de alcanzar esas sensitivas narices. Las pequeñas secan sus cuerpos, se calzan y, luego de pedir permiso a su madre, deciden ir a explorar un poco el lugar. El sol ya desciende por la bóveda celestial, con la luz rojiza impregnando el bosque con una atmósfera evocadora de los fuegos primigenios. En el lago, las últimas lanchas arriban al muelle y los turistas baja a tierra, con la satisfacción dada por la creencia de haber tenido un acercamiento espiritual a épocas remotas.
Las hermanas avanzan corriendo entre la gente que arma sus casas de campaña o beben una cerveza fría, ya que el clima tan agradable invita a ese refresco. Ya han salido de la zona de acampar y ahora brincan entre las rocas, más cerca del lago. Caminan por la orilla bastante rato, alejadas por completo de cualquier otro vacacionista; solamente un par de ojos entre los árboles, arriba en el bosque, siguen sus pasos. Un bote pequeño flota solitario a escasos metros de ellas, se balancea de forma extraña, como si quisiera imitar el movimiento del cuerpo en un gesto incitante. La madre se ha levantado para buscar a sus hijas, la cena está lista; voltea a un lado y al otro hasta vislumbrar en la lejanía dos siluetas avanzando peligrosamente cerca del agua. La bella señora se lleva una mano a la frente y se dispone a correr hacia esas diminutas figuras, mas unas risas de niña llevan su atención hacia el lado contrario. Entonces, sonríe satisfecha.
Las mellizas suben al bote de madera que detiene su bamboleo y se inclina a un lado para permitirles el abordaje. Inician con un simple juego de marineras que parten hacia una tierra desconocida, repleta de peligros y misterios. No son las típicas chicas que juegan con muñecas todo el tiempo, sino las hijas de una nueva época. En medio de la fantasía, no se percatan cuando un aire fresco, cargado de una brisa aromática y guiado quizá por una conciencia innominable, las va a empujando lago adentro. Cuando por fin se dan cuenta, la barcaza navega muy alejada de la playa. Sin embargo, ninguna de las dos se asusta; en cambio, entrelazan las manos y se sientan en la banca para contemplar un paisaje que, ahora visto bien, supera al de su aventura imaginaria. El cuadro es fantástico porque no hay vista hacia atrás, hacia la zona corrompida por la plaga humana. No, ellas sólo ven frondosos árboles a un lado, saludando su paso con las ramas, un conejo se acerca a la arena y observa el barquito pasar; el agua también está invadida por la vida: a través de la superficie increíblemente cristalina se alcanza a ver el fondo cubierto por las algas que apenas dejan apreciar la arena, peces y cangrejos de agua dulce batallan por un espacio libre; y al fondo se van descubriendo poco a poco las majestuosas ruinas de piedra.
El bote toca tierra firme cuando los últimos rayos del sol todavía luchan por abrirse paso en esa fortaleza parcialmente olvidada, lo que tiene como resultado una iluminación perfecta para regresarle un poco de la magia perdida con los años. La hiedra cubre una enorme extensión de terreno, trepa por los muros ciclópeos y forma coronas en los techos de las primeras construcciones que reciben a las niñas. Son como casitas, piensan ellas, que rodean una gran muralla, como en las películas de princesas; quizá, tras ese muro se encuentre el castillo de los reyes, con la hermosa princesa esperando la llegada de su amado. El rojo crepúsculo tiende una alfombra sobre el camino hacia el estrecho umbral que atraviesa la muralla. Dos estatuas custodian esa única entrada; la luz, el polvo, la atmósfera en su conjunto y la imaginación excitada de las pequeñas parecen conferirles movimiento a los guardianes, quienes, con movimientos cortos y torpes a causa de su largo sueño, invitan a las gemelas a entrar. Ellas avanzan, apremiadas también por la voz del viento.
Se han internado en una pequeña ciudad que, sin embargo, luce impresionantes edificios con figuras imponentes, como los centinelas de la entrada, mas esta vez tallados sobre la roca llana, en bajos y altos relieves. La luz se debilita a una velocidad cada vez mayor; ya la mitad del firmamento se ha bañado con violeta  y las sombras fruncen los cejos de las esculturas, giran las cabezas para seguir el paso tímido de las dos princesas que se dirigen al edificio central. A medida que se acercan, la voz del viento toma una forma más definida; ya no es aquel distante eco con matices musicales de hace unos minutos; ahora se distinguen las sílabas a la perfección y el tono se ha vuelto más tierno, resuelto y apremiante. Las chiquillas, todavía en ese trance provocado por la dulce voz, no se sueltan de las manos y apenas siguen prestando atención a la magnífica arquitectura alrededor de ellas. La fantasía que inició como un simple juego ha trascendido la frontera no muy definida de sus mentes y ahora se ha perdido el poco sentido —si alguna vez lo tiene algún divertimento infantil— de su pequeña aventura. Han dejado de pensar en lo que hacen, en su familia, en el lugar donde se encuentran; lo único que saben es que les alegra estar juntas y que nunca se quieren separar. Sus dedos se entrelazan con mayor fuerza.
El edificio principal, justo en medio de la ciudad, es una construcción rectangular, la de menor altura en todo el complejo, pero que lo compensa ampliamente en longitud. Pese al paso del tiempo y la crueldad de la intemperie que han erosionado las esquinas y triturado algunas rocas, la edificación luce espléndida, como rodeada de un aura protectora que la hace brillar.
Por momentos, breves espejismos se les presentan a las hermanas para mostrarles la original magnificencia de la estructura de infinitos custodios labrados en las columnas: de pronto los bloques de piedra se visten con un recubrimiento misterioso, las estatuas que sostienen el techo como los gemelos de Atlas lucen su piel color de trigo, sus tocados dorados levantando el cabello negro y sus ropas marrones y blancas con abundancia de adornos policromáticos; los muros contienen extraños caracteres nunca vistos por esas dos tiernas visitantes y, en su ignorancia, las escenas y mensajes labrados allí, en el único segundo que se detienen y recuperan parte de conciencia para admirar esa visión, les recuerdan el libro del Antiguo Egipto que su papá les regalara en su cumpleaños pasado. Y, tan inesperadamente como ha llegado, la ilusión se esfuma, y queda tan sólo el palacio viejo, en ruinas cubiertas de hiedra, con la noche expandiendo los pétreos flancos, la gran entrada en cuyo interior danzan sombras. Entonces dudan por primera vez, sienten verdadero miedo. Pero no se detienen. La fuerza que las guía sobrepasa su voluntad, y, a decir verdad, pese al miedo, no pueden contener tampoco esa curiosidad infantil que hace perder toda prudencia. Se internan en las penumbras, únicas habitantes vivas en ese sepulcro de peligrosos arcanos.
En este punto, los espejismos se vuelven más duraderos, intercalando con la negrura apenas cuarteada por los débiles rayos lunares, hasta sustituir la realidad perceptual. Esto pasa al mismo tiempo en que la voz, percatada de la reticencia de las niñas a continuar el trayecto, cambia el tono por uno que les recuerda a su mamá; las tranquiliza, y el tono baja un poco más, le asegura que no hay nada por qué temer y luego las gemelas descubren la voz de una niña de su edad. Varias piras se encienden e iluminan unos muros sin espacios desnudos de tantas escenas reproducidas en ellas; líneas azules y rojas adornan la unión entre paredes y techo, éste último labrado con cientos de caras adornadas con aretes, púas en los labios y especies de diademas doradas. Las pequeñas piensan en una casa de la risa al avanzar por esa estancia atascada de columnas. La voz se vuelve más clara y fuerte hasta casi convertirse en un grito que rebota en esa amplitud, y los ecos actúan como un psicotrópico en la mente de las visitantes. Se comienzan a marear, pero sus manos siguen entrelazadas; todo a su alrededor da vueltas, se vuelve nebuloso, como si su mirada fuera cubierta por papel translúcido. No obstante, siguen avanzando.
No se sabe cuánto tiempo llevan caminando, pero no puede haber pasado mucho desde el comienzo de la aventura, pues, en la distancia, fuera de la ciudad, ningún campista se ha metido a dormir. Mas a las hermanas les parece que han transcurrido horas y horas. No sienten las piernas, parece como si avanzaran flotando, sus párpados pesan. Sienten una gran frustración de que toda la gran experiencia parece resumirse en una larga caminata con uno que otro golpe de emoción, y la gran mayoría del asunto resultó promesa tras promesa que esa voz emitía sin llegar a consolidar ninguna. La voz conoce sus pensamientos compartidos y se limita a sentenciar únicamente lo siguiente: “las cosas que valen la pena tardan en llegar”, seguido de una risita aguda.
En efecto, su espera ha terminado. Llegan al final de esa enorme estancia, voltean un segundo y apenas alcanzan a ver un pequeño cuadrado de luz, que es por donde entraron; al regresar la mirada, frente a ellas se levanta una reja de madera petrificada bloqueando el paso a una pequeña habitación. La voz proviene del otro lado; no queda ninguna duda, la escuchan fuerte y claro. Dos piras, al fondo de ese cuarto, se encienden e iluminan un gran altar de piedra, carente de más adornos a excepción de un par de vasijas, una a cada lado. Arriba, la entidad a la que está dedicado. Un alto relieve de una cabeza, de cuyos labios plasmados en un gesto como de alguien silbando se escapa un aire cargado de variados aromas. Las facciones, los colores y todo el conjunto desencajan en el estilo generalizado de la ciudad. No se trata de un indígena. Tiene el cabello rojo, como la cresta de un gallo, arreglado en dos trenzas sujetas por moños azul cielo; una frente pequeña atravesada de lado a lado por pequeñas inscripciones que parecen cicatrices; nariz griega, simplemente; barbilla un tanto puntiaguda, al igual que las orejas. Sin embargo, lo más extraordinario son los ojos carentes de cejas, aunque coronados por largas y separadas pestañas, dos globos casi perfectamente redondos, con enormes pupilas negras en cuyos centros se alcanzan a distinguir dos diminutos agujeros. A las hermanas, esa cabeza les recuerda a una muñeca de trapo.
Es la escultura quien les ha estado hablando para guiar sus pasos; ahora sus pupilas parecen fijas en ellas, y de sus labios se escapa una risita con olor a madera. Las ha estado esperando por largo tiempo. Sin saber por qué, las gemelas intercambian una mirada que les trae un recuerdo extraño y fuera de lugar: hace un año ambas jugaban en la sala de su casa, bajo la antipática y vidriosa mirada de su padre; saltaban entre los sillones y una de ellas entonces exclamó, equilibrando en el respaldo del sofá: “Mira, papi, me voy a aventar de un edificio”, y así lo hizo, seguida de su hermana, que no paraba de reír.
La diosa —o lo que sea eso— las regresa a la realidad. Ha esperado largo tiempo por ellas, en esa solitaria casa, sin nadie con quien jugar. Pasen, pueden divertirse un rato con ella, que también es su hermana. De pronto, ambas se dan cuenta que, efectivamente, esa chicuela tallada en el muro, que da la impresión de que en cualquier momento sacará las manos y se impulsará hacia fuera, tiene un gran parecido con ellas. De nuevo la voz aguda satura la habitación y sumerge a las pequeñas en un estado de conciencia alterada. Sí, debe ser su hermana. Los barrotes de la reja se quiebran, tuercen, revientan, para dar paso a esta reunión familiar. Los dos agujeros en las pupilas de la diosa se iluminan con un brillo esmeralda. Pasen a jugar, ha pasado tanto tiempo, ya nadie las separará. La pétrea boca se abre, dejando caer un fino polvo; una luz blanca que ciega al instante cubre a las gemelas mientras avanzan hacia esa gran boca.

Del otro lado del lago, una familia de cuatro asa bombones en una fogata.