miércoles, 13 de abril de 2022

La divinidad de la carne


Apenas unas noches atrás maté a mi primera víctima. Víctima. ¡Qué horrenda palabra para un evento divino! Como si yo fuera un vulgar asesino, como si lo que hice careciera de motivo y de, aún más importante, propósito. No, no se trató de una víctima, sino de una pequeña, aunque radiante bola de luz en medio de la densa penumbra del cosmos; polvo de estrella destinado a ser absorbido por un naciente astro rey.

Mucho se dice que a gente como yo le falta algo, está incompleta, como si dentro del cuerpo, en el lugar de los órganos, hubiera un gran vacío, un hambre que ningún alimento puede saciar. Pero a mí no me falta nada, me falta todo. Hígado, pulmones, corazón. Completamente vacío, a excepción del cerebro. Y ese precioso vehículo de la inteligencia lo he alimentado con miles de lecturas, estudios y reflexiones que me han conducido a la verdad; sobre mí mismo y sobre el arcano que se oculta tras la pupila del Todo.

Desde niño desarrollé una visión impresionante que se extendía más allá de lo aparente. Vivía en una acogedora casita del campo con mi familia. Papá, mamá y hermana. Tal vez nunca disfrutamos de lujos, pero tampoco faltaba el pan en la mesa, el cariño ni la buena crianza. A veces los visito para recordar esos años felices, sin demasiadas preocupaciones, mientras disfrutamos de una taza de café. Sin embargo, y pese a todo, siempre me sentí un poco fuera de lugar allí.

Me gustaba salir a caminar por los cultivos y sentir la hierba entre los dedos, el calor del sol en la cara, masajear mis pies descalzos con la tierra. Con el atardecer me sentaba en lo alto de una pequeña colina a ver las espigas de trigo; diminutas bolas luminosas se elevaban al cielo, retribuyendo un poco de la energía con que Helios les había otorgado la existencia. En el aire surcaban nubes translúcidas, pintadas de múltiples colores de una gama completamente desconocida para el ojo humano. Pero lo mejor era sentir la respiración del planeta, el calor y la humedad y el vapor y el metal exhalados de sus poros. Y tanta carga de sensaciones e imágenes, visibles e invisibles, me quitaban el sueño. Porque, a pesar de disfrutarlos, no entendía de dónde procedían esos dones o si servían a una causa, o por qué los tenía yo.

Por supuesto, ahora lo comprendo. Y así se presentó ante mí el plan mental que el Creador me había trazado. No obstante, la comprensión de esto, por sí sola, era insuficiente. Debía encarnar la idea, el principio. Pasar a la acción.

En concreto, entendí que soy un agente del Caos; un elemento necesario para sostener el delicado equilibrio de la Naturaleza. Así como los cuerpos astrales colapsan entre sí, las supernovas estallan y arrojan su materia para constituir nuevos sistemas, y los agujeros negros devoran la luz en el espacio. Por Correspondencia, esos fenómenos se reproducen en todos los planos, superiores e inferiores. Yo soy la propia Correspondencia del devorador de mundos, del que atrae con sus gemidos a las entidades carentes de razón y se alimenta de sus esencias. Soy el necesario mal que con tu carne y sangre alimenta la tierra, que de tu muerte hace surgir nueva vida, que de la destrucción obliga a que surja el Orden.

Y luego de semejante descubrimiento tenía que actuar de inmediato, forzar el cumplimiento de mi destino.

Para elegir al primer elemento, me dejé guiar por mi privilegiado olfato y mi sentido estético. No gran planeación, no mayor motivo; escogí a quien me gustó.

Y mis exigencias se vieron satisfechas en una criatura de piel bronceada, un metro ochenta de estatura y una incipiente barba de varios días. Tras una ligera capa de sudor, el dulce aroma de carne prácticamente libre de grasa, sangre limpia, de alcohol, drogas o cualquier sustancia sintética. Y su forma de caminar me excitaba tanto; al verlo sentí que mi corazón saltaba fuera del pecho, la adrenalina se propulsó por cada vena al reconocer, en esa quijada cuadrada y perfil varonil, al indicado.

El neutralizarlo no fue tan difícil como podría suponerse. Bastó con seguirlo hasta su gimnasio y cautivarlo con una sonrisa. Conversamos un rato y, pasados quince minutos, íbamos de camino a mi casa en la periferia de la ciudad.

No bien había atravesado el marco de la puerta, el aspirante a amador ya estaba deshaciéndose de su playera, mas el proceso fue interrumpido por un fuerte golpe en la cabeza. El tipo cayó al piso con la tela cubriéndole el rostro y dejándole con los brazos estirados, tiesos y con los dedos torcidos.

Seguramente su despertar fue… confuso. Incapaz de moverse, salvo el cuello en unos cuantos grados. A su vista, sólo mis pies, el suelo y las patas de una silla. Luchando por respirar, con la nariz tapada por la sangre y la boca por una mordaza; sin poder gritar. Lo había atado de las cuatro extremidades a una mesa fijada a la pared, en diagonal; una humilde recreación del potro medieval de la que me siento orgulloso.

Empecé por torcer sus ataduras hasta escuchar el tronido del tobillo. Quería experimentar con sus intentos de alaridos, sus lágrimas de dolor y frustración, pero el resultado no me satisfizo por completo. Entonces me hice con unas pinzas de mi caja de herramientas y así, sin preámbulos e ignorando los gemidos que el pobre diablo intentaba pasar por súplicas, le corté un dedo del pie izquierdo.

¡Eso es lo que buscaba! ¡Ah! Ese dulce aullido que logró romper las fibras de la mordaza. Su pantalón se oscureció por la orina y pude oler el miedo y la rabia en ese líquido.

Cambié las pinzas por un bisturí y enseguida se lo puse en frente de la nariz. Sus pupilas se abrieron como la lente de una cámara, el horizonte de eventos de un agujero negro. Cada poro de su piel hizo lo mismo; el sudor, las hormonas, el gas en los intestinos. Acerqué el exacto al abdomen y mi mano tembló ante el vacío creado por la contracción de sus músculos, en un reflejo para evitar el corte. Pero fue la ropa la que abrazó el filo de acero; y el desgarre de la camisa se fundió con el gemido de auténtico terror. Por fin ese Adonis se había dado cuenta de la magnitud de lo que ocurría.

En cuestión de segundos tuve ese cuerpo tembloroso completamente desnudo. Era increíble. Olía tan bien. No a pesar de la orina, la transpiración y las heces revolviéndose en el vientre, sino justo por esos elementos. Le tomé el pedazo de carne que colgaba entre sus piernas. Tenía buen tamaño considerando el miedo y la humedad que lo envolvía. Lo agité y quedé sorprendido. Incluso ante tal perspectiva de peligro, el miembro se hinchó hasta duplicar su longitud. Miré la expresión de mi compañero, curioso. Me desvió la mirada y apretó los párpados. Y en tal semblante adiviné la indignidad, el dolor emocional compitiendo con el físico… aunque no por mucho tiempo.

La erección retrocedió en el preciso segundo en que el helado filo lamió el esternón. Bajé los ojos para sonreír con el curioso efecto del pene arrugándose y los testículos retrocediendo hacia la cavidad del pubis. Mas mi respiración, cada segundo más agitada, y la saliva escurriendo por el mentón anunciaban que la hora del evento principal había llegado.

Cambié el ángulo de la cuchilla y dibujé una línea recta desde el pecho hasta la pelvis.

Ese delicioso líquido rojo, embriagante fluido vital; el éter que le da esencia al manto celestial, permitiendo la perpetuidad de su movimiento. Apenas sobresalía del corte y, aun así, saturaba mis sentidos con su metálico olor. Apresuré mis labios contra el vientre de ese fenomenal semental, penetrando con la lengua la hendidura de la piel que, acto seguido, se vio forzada por mis manos. Las tripas se desparramaron en el piso y el ácido vómito de bilis interrumpió el ahogado gemido del desgraciado. Un nuevo chorro de orina me alcanzó el muslo, con el cuerpo tan pegado al suyo. Y del otro lado, el gas y tres cortas exhalaciones de mierda. ¡Hermosa mezcla de esencias! Los humanos, en su absurdo refinamiento, no son capaces de apreciar la escala completa de olores naturales. Sólo las bestias y yo percibimos esas advocaciones de lo divino.

Pese al enorme gozo que mi olfato me daba, sentí la urgencia de complacer sin mayor tardanza al tacto. Y le di rienda suelta a los dedos dentro del abdomen de mi desfalleciente amigo. La vibración del estómago, el hígado palpitando. La tibieza, la viscosidad de tantos componentes que conforman el cuerpo.

Con la mano libre raspé, froté y rasguñé las nalgas manchadas de excremento; metí el dedo medio en el ano y rasqué el interior. En este punto, el sujeto ya había despedido prácticamente todas sus fuerzas. De hecho, me sorprendí que durara tanto con la mitad de los intestinos decorando mis mosaicos.

Corté la mordaza y de sus labios escapó únicamente un ronco suspiro. Metí la verga hinchada en el hueco abdominal. Con lentas oscilaciones me aproveché del palpitar interno. Por primera vez en la vida experimenté el placer mundano, aunque exacerbado, elevado por la Correspondencia. Me aferré a sus piernas y mis envites se volvieron furiosos. Con el aire de esa vida extinguiéndose, mi espíritu alcanzaba un nuevo nivel de concentración. Y antes de llegar al éxtasis, extraje el pene y le descargué tres chorros de semen en la cara.

Terminado el ritual, disfruté de otros cuatro orgasmos al cortar el cuerpo en ocho pedazos. Los enterré en distintas puntos boscosos de la ciudad, para que su transformación diera origen a nuevas formas de vida.

Para ser mi primer experimento, el resultado había sido aceptable. No obstante, queda mucho por descubrir y mi siguiente paso debe marcar el sendero que me conducirá hacia la trascendencia. Debe ser espectacular, debe permitirme vislumbrar en esos ojos quebradizos la verdad tras el arcano universal. Lo divino en lo humano y lo humano en lo divino. Porque así como arriba es abajo y como abajo es arriba. Yo soy el Caos, y el Caos es el Orden.