miércoles, 1 de febrero de 2017

Muñecas de carne

Los viejos dioses no son tan distintos del que ahora gobierna el mundo con un báculo torcido; a ellos igualmente les gusta mirar y divertirse con el absurdo de la vida humana, anhelan la adoración de sus creaciones y se alimentan de quienes aún les entonan cantos de alabanza. Los antiguos dioses no han muerto, pese a los grandes esfuerzos de la cruz por sembrar ese pensamiento en la mente de la gente. Ellos aún nos observan desde alturas inconcebibles, donde el bien y el mal se funden en el éter que sostiene el universo.
Justo ahora la visión se fija en un edénico bosque corrompido por la ambición del hombre, con sus manantiales de agua cristalina, sus árboles de coníferas y su gran variedad de vida silvestre condenados a sufrir la erosión antinatural provocada por ruines empresarios que lo han transformado en un sitio turístico. Es así como centenares de personas contaminan los pocos recursos naturales restantes en este bello país, estúpidamente convencidos de que se han embarcado en una experiencia que los acerca a su lado silvestre. Familias enteras pululan entre la alfombra de hojas secas que cubre la tierra fértil, atrapan sapos o buscan leña para la fogata de la tarde; algunos se refrescan en los estanques y otros patean un balón en un gran claro donde el césped forma un inclinado campo de juegos. La zona de campamentos termina cerca de un hermoso y tranquilo lago, en cuyas orillas flotan algunas botellas de cerveza o bolsas de frituras. Más allá de la basura sus ligeras olas lucen un azul profundo que invita a sumergirse en ellas. Las últimas lanchas regresan de los recorridos vespertinos, pues en la otra orilla descansan las ruinas de una ciudad prehispánica, de una civilización casi desconocida para los historiadores, y los espíritus de sus antiguos habitantes se retuercen de ira al ver cómo se mancillan sus más sagradas costumbres de adoración a la tierra y a toda criatura viviente.
El viento nos lleva hasta la zona de campamentos. Ahí se encuentra instalada una familia de clase media-alta, en medio de un escape de la vida urbana, agobiante por el trabajo en la empresa y la escuela, donde se educa para todo excepto para enfrentarse realmente a un mundo cada vez más cruel. Y ellos, a diferencia de la multitud a su alrededor, sí lograrán pasar por una experiencia que los conectará con las fuerzas de nuestra madre Naturaleza.
El padre batalla con el carbón renuente a encenderse para iniciar con la cena; la madre descansa recostada sobre un camastro plegable, ahora es su turno para permanecer indiferente a las dificultades de la cocina. La corriente en estos momentos ha bajado dramáticamente su intensidad, al punto de casi ausentarse por completo, y cuesta trabajo localizar el olor de las dos hijas de ese matrimonio, cuyos matices de dolor se pierden al contemplar ese par de joyas con idéntico esplendor que impiden la muerte de un amor ya algo oxidado. Por fin se descubren dentro de un manantial, no lejos de su tienda; habían estado bajo el agua, entregadas a inocentes juegos. Cabelleras castañas y lacias, cuatro ojos color miel, narices diminutas, dentaduras incompletas por la caída de los deciduos, pero que no demeritan dos sonrisas cautivadoras. Las mellizas prometen infinidad de preocupaciones a sus parientes por la perfección de sus encantos.
Su aroma es fuerte ahora que han salido del agua, pues las gotas secándose con el aire se llevan consigo parte de su esencia, y sus atributos se ven resaltados por las esporas de los pinos, la humedad de la tierra, las plumas de distintas aves. El humo del asador apenas comienza a dispersarse, por lo que la dulzura de la carne asada —junto a la de sus diversas guarniciones— aún está lejos de alcanzar esas sensitivas narices. Las pequeñas secan sus cuerpos, se calzan y, luego de pedir permiso a su madre, deciden ir a explorar un poco el lugar. El sol ya desciende por la bóveda celestial, con la luz rojiza impregnando el bosque con una atmósfera evocadora de los fuegos primigenios. En el lago, las últimas lanchas arriban al muelle y los turistas baja a tierra, con la satisfacción dada por la creencia de haber tenido un acercamiento espiritual a épocas remotas.
Las hermanas avanzan corriendo entre la gente que arma sus casas de campaña o beben una cerveza fría, ya que el clima tan agradable invita a ese refresco. Ya han salido de la zona de acampar y ahora brincan entre las rocas, más cerca del lago. Caminan por la orilla bastante rato, alejadas por completo de cualquier otro vacacionista; solamente un par de ojos entre los árboles, arriba en el bosque, siguen sus pasos. Un bote pequeño flota solitario a escasos metros de ellas, se balancea de forma extraña, como si quisiera imitar el movimiento del cuerpo en un gesto incitante. La madre se ha levantado para buscar a sus hijas, la cena está lista; voltea a un lado y al otro hasta vislumbrar en la lejanía dos siluetas avanzando peligrosamente cerca del agua. La bella señora se lleva una mano a la frente y se dispone a correr hacia esas diminutas figuras, mas unas risas de niña llevan su atención hacia el lado contrario. Entonces, sonríe satisfecha.
Las mellizas suben al bote de madera que detiene su bamboleo y se inclina a un lado para permitirles el abordaje. Inician con un simple juego de marineras que parten hacia una tierra desconocida, repleta de peligros y misterios. No son las típicas chicas que juegan con muñecas todo el tiempo, sino las hijas de una nueva época. En medio de la fantasía, no se percatan cuando un aire fresco, cargado de una brisa aromática y guiado quizá por una conciencia innominable, las va a empujando lago adentro. Cuando por fin se dan cuenta, la barcaza navega muy alejada de la playa. Sin embargo, ninguna de las dos se asusta; en cambio, entrelazan las manos y se sientan en la banca para contemplar un paisaje que, ahora visto bien, supera al de su aventura imaginaria. El cuadro es fantástico porque no hay vista hacia atrás, hacia la zona corrompida por la plaga humana. No, ellas sólo ven frondosos árboles a un lado, saludando su paso con las ramas, un conejo se acerca a la arena y observa el barquito pasar; el agua también está invadida por la vida: a través de la superficie increíblemente cristalina se alcanza a ver el fondo cubierto por las algas que apenas dejan apreciar la arena, peces y cangrejos de agua dulce batallan por un espacio libre; y al fondo se van descubriendo poco a poco las majestuosas ruinas de piedra.
El bote toca tierra firme cuando los últimos rayos del sol todavía luchan por abrirse paso en esa fortaleza parcialmente olvidada, lo que tiene como resultado una iluminación perfecta para regresarle un poco de la magia perdida con los años. La hiedra cubre una enorme extensión de terreno, trepa por los muros ciclópeos y forma coronas en los techos de las primeras construcciones que reciben a las niñas. Son como casitas, piensan ellas, que rodean una gran muralla, como en las películas de princesas; quizá, tras ese muro se encuentre el castillo de los reyes, con la hermosa princesa esperando la llegada de su amado. El rojo crepúsculo tiende una alfombra sobre el camino hacia el estrecho umbral que atraviesa la muralla. Dos estatuas custodian esa única entrada; la luz, el polvo, la atmósfera en su conjunto y la imaginación excitada de las pequeñas parecen conferirles movimiento a los guardianes, quienes, con movimientos cortos y torpes a causa de su largo sueño, invitan a las gemelas a entrar. Ellas avanzan, apremiadas también por la voz del viento.
Se han internado en una pequeña ciudad que, sin embargo, luce impresionantes edificios con figuras imponentes, como los centinelas de la entrada, mas esta vez tallados sobre la roca llana, en bajos y altos relieves. La luz se debilita a una velocidad cada vez mayor; ya la mitad del firmamento se ha bañado con violeta  y las sombras fruncen los cejos de las esculturas, giran las cabezas para seguir el paso tímido de las dos princesas que se dirigen al edificio central. A medida que se acercan, la voz del viento toma una forma más definida; ya no es aquel distante eco con matices musicales de hace unos minutos; ahora se distinguen las sílabas a la perfección y el tono se ha vuelto más tierno, resuelto y apremiante. Las chiquillas, todavía en ese trance provocado por la dulce voz, no se sueltan de las manos y apenas siguen prestando atención a la magnífica arquitectura alrededor de ellas. La fantasía que inició como un simple juego ha trascendido la frontera no muy definida de sus mentes y ahora se ha perdido el poco sentido —si alguna vez lo tiene algún divertimento infantil— de su pequeña aventura. Han dejado de pensar en lo que hacen, en su familia, en el lugar donde se encuentran; lo único que saben es que les alegra estar juntas y que nunca se quieren separar. Sus dedos se entrelazan con mayor fuerza.
El edificio principal, justo en medio de la ciudad, es una construcción rectangular, la de menor altura en todo el complejo, pero que lo compensa ampliamente en longitud. Pese al paso del tiempo y la crueldad de la intemperie que han erosionado las esquinas y triturado algunas rocas, la edificación luce espléndida, como rodeada de un aura protectora que la hace brillar.
Por momentos, breves espejismos se les presentan a las hermanas para mostrarles la original magnificencia de la estructura de infinitos custodios labrados en las columnas: de pronto los bloques de piedra se visten con un recubrimiento misterioso, las estatuas que sostienen el techo como los gemelos de Atlas lucen su piel color de trigo, sus tocados dorados levantando el cabello negro y sus ropas marrones y blancas con abundancia de adornos policromáticos; los muros contienen extraños caracteres nunca vistos por esas dos tiernas visitantes y, en su ignorancia, las escenas y mensajes labrados allí, en el único segundo que se detienen y recuperan parte de conciencia para admirar esa visión, les recuerdan el libro del Antiguo Egipto que su papá les regalara en su cumpleaños pasado. Y, tan inesperadamente como ha llegado, la ilusión se esfuma, y queda tan sólo el palacio viejo, en ruinas cubiertas de hiedra, con la noche expandiendo los pétreos flancos, la gran entrada en cuyo interior danzan sombras. Entonces dudan por primera vez, sienten verdadero miedo. Pero no se detienen. La fuerza que las guía sobrepasa su voluntad, y, a decir verdad, pese al miedo, no pueden contener tampoco esa curiosidad infantil que hace perder toda prudencia. Se internan en las penumbras, únicas habitantes vivas en ese sepulcro de peligrosos arcanos.
En este punto, los espejismos se vuelven más duraderos, intercalando con la negrura apenas cuarteada por los débiles rayos lunares, hasta sustituir la realidad perceptual. Esto pasa al mismo tiempo en que la voz, percatada de la reticencia de las niñas a continuar el trayecto, cambia el tono por uno que les recuerda a su mamá; las tranquiliza, y el tono baja un poco más, le asegura que no hay nada por qué temer y luego las gemelas descubren la voz de una niña de su edad. Varias piras se encienden e iluminan unos muros sin espacios desnudos de tantas escenas reproducidas en ellas; líneas azules y rojas adornan la unión entre paredes y techo, éste último labrado con cientos de caras adornadas con aretes, púas en los labios y especies de diademas doradas. Las pequeñas piensan en una casa de la risa al avanzar por esa estancia atascada de columnas. La voz se vuelve más clara y fuerte hasta casi convertirse en un grito que rebota en esa amplitud, y los ecos actúan como un psicotrópico en la mente de las visitantes. Se comienzan a marear, pero sus manos siguen entrelazadas; todo a su alrededor da vueltas, se vuelve nebuloso, como si su mirada fuera cubierta por papel translúcido. No obstante, siguen avanzando.
No se sabe cuánto tiempo llevan caminando, pero no puede haber pasado mucho desde el comienzo de la aventura, pues, en la distancia, fuera de la ciudad, ningún campista se ha metido a dormir. Mas a las hermanas les parece que han transcurrido horas y horas. No sienten las piernas, parece como si avanzaran flotando, sus párpados pesan. Sienten una gran frustración de que toda la gran experiencia parece resumirse en una larga caminata con uno que otro golpe de emoción, y la gran mayoría del asunto resultó promesa tras promesa que esa voz emitía sin llegar a consolidar ninguna. La voz conoce sus pensamientos compartidos y se limita a sentenciar únicamente lo siguiente: “las cosas que valen la pena tardan en llegar”, seguido de una risita aguda.
En efecto, su espera ha terminado. Llegan al final de esa enorme estancia, voltean un segundo y apenas alcanzan a ver un pequeño cuadrado de luz, que es por donde entraron; al regresar la mirada, frente a ellas se levanta una reja de madera petrificada bloqueando el paso a una pequeña habitación. La voz proviene del otro lado; no queda ninguna duda, la escuchan fuerte y claro. Dos piras, al fondo de ese cuarto, se encienden e iluminan un gran altar de piedra, carente de más adornos a excepción de un par de vasijas, una a cada lado. Arriba, la entidad a la que está dedicado. Un alto relieve de una cabeza, de cuyos labios plasmados en un gesto como de alguien silbando se escapa un aire cargado de variados aromas. Las facciones, los colores y todo el conjunto desencajan en el estilo generalizado de la ciudad. No se trata de un indígena. Tiene el cabello rojo, como la cresta de un gallo, arreglado en dos trenzas sujetas por moños azul cielo; una frente pequeña atravesada de lado a lado por pequeñas inscripciones que parecen cicatrices; nariz griega, simplemente; barbilla un tanto puntiaguda, al igual que las orejas. Sin embargo, lo más extraordinario son los ojos carentes de cejas, aunque coronados por largas y separadas pestañas, dos globos casi perfectamente redondos, con enormes pupilas negras en cuyos centros se alcanzan a distinguir dos diminutos agujeros. A las hermanas, esa cabeza les recuerda a una muñeca de trapo.
Es la escultura quien les ha estado hablando para guiar sus pasos; ahora sus pupilas parecen fijas en ellas, y de sus labios se escapa una risita con olor a madera. Las ha estado esperando por largo tiempo. Sin saber por qué, las gemelas intercambian una mirada que les trae un recuerdo extraño y fuera de lugar: hace un año ambas jugaban en la sala de su casa, bajo la antipática y vidriosa mirada de su padre; saltaban entre los sillones y una de ellas entonces exclamó, equilibrando en el respaldo del sofá: “Mira, papi, me voy a aventar de un edificio”, y así lo hizo, seguida de su hermana, que no paraba de reír.
La diosa —o lo que sea eso— las regresa a la realidad. Ha esperado largo tiempo por ellas, en esa solitaria casa, sin nadie con quien jugar. Pasen, pueden divertirse un rato con ella, que también es su hermana. De pronto, ambas se dan cuenta que, efectivamente, esa chicuela tallada en el muro, que da la impresión de que en cualquier momento sacará las manos y se impulsará hacia fuera, tiene un gran parecido con ellas. De nuevo la voz aguda satura la habitación y sumerge a las pequeñas en un estado de conciencia alterada. Sí, debe ser su hermana. Los barrotes de la reja se quiebran, tuercen, revientan, para dar paso a esta reunión familiar. Los dos agujeros en las pupilas de la diosa se iluminan con un brillo esmeralda. Pasen a jugar, ha pasado tanto tiempo, ya nadie las separará. La pétrea boca se abre, dejando caer un fino polvo; una luz blanca que ciega al instante cubre a las gemelas mientras avanzan hacia esa gran boca.

Del otro lado del lago, una familia de cuatro asa bombones en una fogata.