Fue una noche extraña, no hay duda de
eso. ¿Sabe? Absolutamente todo lo recuerdo como si se hubiese tratado de un
sueño. Porque así empezó todo, como un sueño. Todavía aquí, con la certeza de
estar despierto hablando con usted y luego de pellizcarme varias veces para
convencerme de mi estado de vigilia, no puedo evitar preguntarme si sigo en un
sueño; de esos en los que piensas haber despertado, pero no ha sido así en
realidad. ¿Sabía que los hinduistas creen que existimos en la mente dormida de
Maha Visnú? Sí, somos sólo un sueño de aquella advocación de la Divinidad. ¿Qué
pasará cuando despierte? En fin, únicamente son ideas, dudas existenciales como
cualquiera las ha tenido. Sé que lo ocurrido esta madrugada pasó en verdad y
ahora debo afrontar las consecuencias. Sí, he rechazado tener un abogado
presente porque no le veo el caso y no tengo ganas de negar nada. Muy por el
contrario, señor, deseo contarlo todo con absoluta libertad; de esa forma usted
podrá ocuparse de cosas más importantes y yo podré regresar a dormir.
Disculpe si
me extiendo más de lo que usted quisiera, mas es necesario. Todo empezó, como
ya dije, con un sueño particularmente coherente y lógico, por cierto, como casi
ningún sueño lo es. Caminaba con unos amigos por una calle desierta y una suave
lluvia nos caía encima. Tenía la idea de que regresábamos a casa después de una
fiesta. Pese a que las gotas, al caer sobre la cabeza y escurrir por la cara,
se sentían como frescos besos unidos al viento para diluir el alcohol en la
sangre, yo sentía una rara aprensión en
el pecho, como si se tratara de un fatídico presentimiento. Al poco tiempo
escuchaba ya únicamente mis propias pisadas reventar los charcos del pavimento
y, al girar sobre mis talones, me encontré solo. El indefinible miedo se
acrecentó en mis víceras. Ahora que lo pienso, y esto se lo comento a modo de
confesión, es ese vago temor que siento cuando entra la noche y yo me encuentro
fuera de casa, esperando el metro o el camión, desconfiando de cada individuo
que pasa a mi lado o me lanza una mirada casual; una especie de paranoia de que
en cualquier momento llegará algún imbécil a asaltarme y, al ver lo poco que
puedo ofrecerle, me meterá una navaja en el vientre o me dará un tiro en el
cuello. Qué muerta tan deshonrosa, tan sin sentido.
Como sea,
ahí estaba yo, solo y con tan horrendo sentimiento. Decidí correr hasta
encontrar un taxi, si no llegaría a pie a mi casa, pero lo importante era ir
tan rápido como me fuera posible. Sin embargo, al levantar la cabeza para
acelerar una visión funesta me dejo petrificado. Justo frente a mí, recargados
contra un muro de ladrillos desnudos, estaban ellos dos. Ella, el amor de mi
vida. Yo había sido también el suyo, según me había dicho en repetidas
ocasiones con esa mirada tan tierna y profunda, con esa sonrisa de labios
carnosos que parecían dispuestos en todo momento para un largo beso y de los
cuales me era imposible apartar los ojos debido al impulso tan fuerte de
devorarlos; con esa máscara de falsedad tan bien adherida a la piel. Él, el
hombre sólo en el papel, el de la mano
de largas uñas, el de las frases de galán de secundaria y el de la billetera
del amor y la amistad.
Seguro me
miraban desde hacía tiempo, atentos a cada paso, a cada cabello sacudido por el
viento. Oportunistas como siempre.
Al
percatarse de que yo también los miraba estiraron el cuello y soltaron una risotada
mostrando cada uno de los dientes. Parecía como si me miraran desde arriba, y
eso me llenó de ira. Empero, caminé hacia un lado con la intención de alejarme
de esa pareja de buitres como ya lo había hecho alguna vez, en el momento de la
traición, con todo y el enojo, la impotencia y la ignominia que me hube de
tragar; a pesar de la casi orgásmica sensación al apretar el mango de la navaja
oculta en mi pantalón y visualizar la sangre, espesa y burbujeante, chorreando
sobre mi piso cuando vi por última vez a ese sujeto. Debí aguantarme entonces,
así como en el sueño. Y traté de alejarme, pero ellos avanzaban a la par mía,
sin mover los pies o modificar sus expresiones, como si fueran parte del
paisaje urbano. Sus risas acompañadas por los respectivos ecos rebotaban contra
las casas y me abofeteaban, me arañaban, me desgarraban con la misma intensidad
de antaño.
Ya no lo
soporté más. Di un giro brusco y me dirigí a ellos con los puños apretados,
dispuesto a confrontarlos. Parecían alejarse de mí aunque permanecieran quietos,
así que aceleré. No obstante, apenas había dado dos pasos a ese nuevo ritmo
cuando apareció a cinco centímetros de mí ese cobarde, con su mirada tan
característica entre la soberbia y el ausentismo. Su cuerpo tan cerca del mío
me provocó verdadero asco y una furia que me punzaba las sienes. Nos quedamos
un par de segundos así, cara a cara, antes de que sintiera una cálida presión en
el vientre seguida de varios picotazos. Como si se tratara de una escena
gastada de telenovela o película, me toqué el estómago y llevé esa misma mano a
mi rostro, impactado por la visión de la sangre. Y mientras caía, sin poder
controlarlo e incapaz de comprender en ese instante el porqué, susurré el
nombre de ella y pensé en sus labios y en su preciosa cintura.
Antes de
tocar el pavimento, desperté. El sudor me cubría la frente y abundantes
lágrimas habían humedecido la almohada. Pasados unos minutos comprendí por qué,
cuando sentí de forma tan real cómo se extinguía mi vida, susurré el nombre de
ésa. Es verdad que la extrañaba, pero no fue por eso; tenía bien en claro que a
quien extrañaba era una idea, mejor dicho una divinización de alguien que no existía,
pues la verdadera ella no era sino un esbozo desperdiciado de ser humano. No,
susurré su nombre por mi necesidad de cierre, de obtener la tan esquiva
retribución.
Me di una
rápida ducha con agua fría para refrescarme. Me vestí como siempre, como si fuera
la una de la tarde en vez de la una de la madrugada, y salí de mi casa. Era muy
tarde para agarrar un transporte que no fuera un taxi, atravesaría zonas
marginales y peligrosas de la ciudad, completamente solo, mas nada me importaba
y sabía a la perfección que nada podría detenerme.
No tengo
idea de cómo supe donde vivían, simplemente lo sabía… siempre he sido malo con
las calles y direcciones, tengo una pésima ubicación y por lo mismo este
misterio me resulta especialmente intrigante. Claro está que nadie me había
facilitado el domicilio; mis amigos no lo sabían, los contactos en común no
querían involucrarse y sus amigos, pues… Digo, debe haber una explicación
lógica, no creo que lo haya adivinado ni es muy probable que alguna fuerza
sobrenatural me haya guiado hasta allá. Tal vez lo investigué en algún punto de
la vida y lo he olvidado. Antes sufría lagunas mentales cuando me enfurecía
demasiado, ¿sabe?
En fin, el
punto es que supe donde vivían, aunque el mayor misterio es el cómo también
supe que no estarían en casa. Seguro no se trató más que de una coincidencia,
pero, pensándolo mejor, creo que prefiero la fantasía de que en efecto tuve un
sueño profético, una visión provocada por los suspiros de los ángeles de la
retribución.
Así que
abrí la cerradura con bastante facilidad y me escabullí en ese hoyo cargado con
la peste de la lascivia y el enajenamiento que ellos llamaban hogar. Todo
estaba desordenado, todo olía mal, incluso con los rastros de limpia pisos y el
aromatizante en aerosol. Entré en la pequeña recámara, asqueado al pensar en
las escenas que debían desarrollarse cada noche en ese colchón, y me senté en
una esquina, entre un armario y una montaña de ropa sucia, y esperé.
No
transcurrió mucho tiempo, quizá media hora. Un poco antes de que acabara la
hora de las brujas.
Alcancé a
escuchar parte de una breve discusión, seguro algo relacionado con el porqué
uno de ellos había dejado la puerta sin llave. Enseguida unas pocas risas y un
silencio prologado a varios segundos. Sentí de nuevo esa ira perforándome las
sienes y haciéndome rechinar los dientes. No obstante, de igual manera sentí
una intensa presión bajo los pantalones y un fuerte cosquilleo en todo el
cuerpo. Noté que mi rodilla temblaba y hacía un ligero ruido de tamborileo con
el pie; me sostuve la pierna con ambas manos y también comenzaron a temblar. Me
sentía como si tuviera frío, pese a estar consciente de que era una noche más
bien cálida. Aun así sudaba.
Pasaron
algunos minutos. Oía su entrar y salir del baño, sus voces de ebrios. Mas no
les prestaba atención. Necesitaba concentrarme en controlar mis temblores,
permanecer en calma, masajearme las sienes, mecerme sin hacer ruido.
En cuanto
entraron tambaleándose en la habitación, me pegué a la pared y me quedé
completamente quieto, frío como un maniquí. No me vieron. Las sombras y la ropa
me cubrían; aparte estaban muy ocupados besándose y acariciándose para reparar
en mí, un insospechado espectador, un obligado vouyerista. Ahí tuve mi primera
satisfacción, he de decirlo. Eran patéticos. Se podía adivinar que ese estado
etílico era un hábito en ambos para compensar el precio que la traición nunca
les pudo pagar. Sin embargo, nada puede llenar el vacío en un corazón anhelante
de alma. Los besos y las caricias de ella eran los torpes y secos movimientos automatizados
de una prostituta, y los de él estaban cargados de hartazgo y cinismo. Hacían
su mejor esfuerzo por disfrazar dicha carencia de pasión, mas no tenían éxito.
Sonreí, intentando reprimir una carcajada abierta. Ahora estaba seguro de tener
una erección.
Su estado
de ebriedad era tal que en ella noté ciertos gestos de náuseas, arcadas
reprimidas, aunque tal vez se debían al hecho de tener que revolcarse con un simio con
cara de sapo. Ninguno de los dos vomitó, sino que pasó algo todavía más
penoso: se quedaron dormidos, así, a medio desvestir; ella en ropa interior y
él con los pantalones puestos.
Salí de mi
escondite, impresionado por mi propio sigilo, aunque en ese punto no creo que
existiera fuerza capaz de despertarlos. Saqué el cuchillo de cocina de veinte
centímetros que llevaba conmigo y caminé alrededor de la cama, rozando los
bordes de la colcha con el filo, preguntándome cuál sería el primero.
Llegué
hasta ella. Para ser sincero, no puedo decir que culpaba al pobre diablo de
haberme robado a mi chica. Quiero decir, hubo un tiempo en el que yo habría
hecho lo mismo. Él era soltero y no tenía razones para guardar ninguna lealtad
a alguien que acababa de conocer hacía apenas unos cuantos meses, ni por qué
sacrificar el placer de estar con alguien que, yo lo sabía perfectamente, pretendía
ser tan maravillosa. Pero esa hipocresía de no decir las cosas de frente, de
fingir amistad, de insistir en comprar afecto; esa cobardía al no poder
sostenerme la mirada en nuestro último encuentro, el miedo reflejado en el
temblor de su voz. Digo, era evidente que el tipo, a pesar de su cuantioso sueldo, quería ser como yo,
pese a que lo único a lo que aspiraba era precisamente a quedarse con mi novia.
Mas esos defectos resultaban imperdonables.
Siendo
objetivos, la culpa recaía en ella, quien había cambiado cinco años de relación
por un sueldo, quien había jurado amor eterno y que sólo me conservaba por
confort o costumbre mientras se le presentaba la oportunidad de conseguir sus
ambiciones mundanas. Ella era la responsable de mi sufrimiento, de mi
depresión, de mi locura. Ambos conocerían la justicia del diablo, pero ella
merecía un trato particular.
Levanté con
el cuchillo su cabello y se liberó su fragancia. Recordé los muchos momentos mágicos
a su lado, buenos y malos pero siempre especiales. La vista se me nubló por la
añoranza, la tristeza y los celos. Esperé hasta recuperar la frialdad. Seguí
examinando su cuerpo, redescubriéndolo. No había cambiado nada. Ahí seguía el
tatuaje que dijo se hizo por mí porque yo ya era una parte de su vida grabada
en tinta indeleble. Lo único nuevo era una cicatriz un poco abajo del tatuaje,
en la cadera derecha. Reí sin poder evitarlo. No importaba. Lo único que ellos
hicieron fue reacomodarse en la cama. Ese movimiento dejó a la vista el trasero
de ella. No de grandes dimensiones, pero firme, carnoso y agradable al tacto.
Su calzón de suave tela brillante y de color azul estaba un poco abajo, dejando
ver el principio de las nalgas. La empujé suavemente para recostarme junto a
ella. Besé su hombro, haciendo a un lado la liga de su brassier; recorrí su
adorada cintura con la punta de los dedos y los reposé en el bajo vientre. Por
un momento la situación se re contextualizó y regresé un año en el tiempo. Los
dos en mi cama, acurrucados, besándonos antes de dormir, cuando el mundo se
detenía para que yo, por unas pocas horas, pudiera ser feliz. Sabía que eso se
había acabado y no regresaría jamás, excepto por esa última vez; una última vez
en la que desearía que el amanecer no llegara nunca.
Olí su
cuello y acaricié el borde de sus labios antes de bajarme los pantalones. Ella
giró la cabeza y entreabrió sus grandes ojos. No sé si, en medio de su
borrachera, creyó que yo era su novio o si entre sueños reconoció mi rostro,
recordó lo que llegó a sentir por mí y se dejó llevar. Me besó con una pasión
auténtica y su aliento me invadió todo el cuerpo. Quería voltearse hacia mí,
pero no la dejé. Me aferré a sus nalgas y, apartando su ropa interior, la
penetré. Mi boca se negaba a separarse de la suya y las lenguas se entrelazaron
en un desesperado abrazo, igual de desesperado que los envites de mi cadera o
mis ruegos para que no me abandonara. Sostuve con las manos esos pechos de
perfecto tamaño y marcados por las mordidas. Ella comenzaba a gemir demasiado
fuerte. La parte baja de su cuerpo intercalaba movimientos lentos con rápidos,
pero siempre circulares y profundos. Tiré de su cabello sin soltar el cuchillo
y ella se retorció y gritó de placer. Él ya estaba despertando. Maniobré hasta
quedar encima de mi amada y, con un movimiento veloz, clavé el filo en el
estómago de ese maldito. Los dos entonces se dieron cuenta de lo que ocurría.
Ya era demasiado tarde.
Perdone si
ahorita hablo demasiado rápido y me trabo, pero me cuesta trabajo no exaltarme,
¿entiende? Tampoco puedo dejar de sonreír al recordar esa escena. Fue
maravillosa. Totalmente maravillosa.
Con el peso
de mi cuerpo evitaba que ella se librara de un abrazo cada vez más delicioso;
su lucha se limitaba a contorsiones del torso y pataleos que me producían un
goce sencillamente indescriptible. Y a eso se le sumaba la increíble
satisfacción de apuñalar una y otra vez a ese miserable, tal y como él lo había
hecho, sólo que yo no lo apuñalaba por la espalda.
Cuando me
hube hartado de casigarlo, él hacía rato que había dejado de moverse para
volver a dormir, pero ella seguía retorciéndose y yo estaba a punto de acabar.
La luz matutina no tardaría en filtrarse por la ventana y los gritos a esas
alturas debían de haber atraído la atención de alguien. Le halé el cabello y
pegué mi mejilla a la suya; con el brazo del cuchillo apreté su cuello hasta
ahogar sus gritos, nada más sobrevivieron gemidos, extraños habitantes de la
frontera entre el dolor y el éxtasis. Continué embistiéndola frenéticamente y
le susurré al oído: “yo siempre te amé sinceramente. Que sueñes conmigo”.
Recogí el brazo que rodeaba su cuello de ninfa y la cuchilla abrió su garganta.
Entonces terminé.
Me quedé
mirando mi obra. Todo lo que ella había sido, real o ficticio, positivo o
negativo, ya no sería de nadie sino mío y ya no habría forma de derribar o
siquiera manchar su pedestal. No opuse resistencia cuando sus colegas me
encontraron, ni dije una sola palabra hasta que me permitieron hablar con usted. No fue una
madrugada fácil, pero por fin ha amanecido. Ahora tiene todo lo que necesita.
Puede permitirme regresar a dormir. Mi cometido en esta vida ha sido cumplido y
ya no tengo nada más por hacer. Agradezco su interés y paciencia. Buenas noches.