Los viejos dioses no son tan distintos del que ahora
gobierna el mundo con un báculo torcido; a ellos igualmente les gusta mirar y
divertirse con el absurdo de la vida humana, anhelan la adoración de sus
creaciones y se alimentan de quienes aún les entonan cantos de alabanza. Los
antiguos dioses no han muerto, pese a los grandes esfuerzos de la cruz por
sembrar ese pensamiento en la mente de la gente. Ellos aún nos observan desde
alturas inconcebibles, donde el bien y el mal se funden en el éter que sostiene
el universo.
Justo ahora la visión se
fija en un edénico bosque corrompido por la ambición del hombre, con sus
manantiales de agua cristalina, sus árboles de coníferas y su gran variedad de
vida silvestre condenados a sufrir la erosión antinatural provocada por ruines
empresarios que lo han transformado en un sitio turístico. Es así como
centenares de personas contaminan los pocos recursos naturales restantes en
este bello país, estúpidamente convencidos de que se han embarcado en una experiencia
que los acerca a su lado silvestre. Familias enteras pululan entre la alfombra
de hojas secas que cubre la tierra fértil, atrapan sapos o buscan leña para la
fogata de la tarde; algunos se refrescan en los estanques y otros patean un
balón en un gran claro donde el césped forma un inclinado campo de juegos. La
zona de campamentos termina cerca de un hermoso y tranquilo lago, en cuyas
orillas flotan algunas botellas de cerveza o bolsas de frituras. Más allá de la
basura sus ligeras olas lucen un azul profundo que invita a sumergirse en
ellas. Las últimas lanchas regresan de los recorridos vespertinos, pues en la
otra orilla descansan las ruinas de una ciudad prehispánica, de una
civilización casi desconocida para los historiadores, y los espíritus de sus
antiguos habitantes se retuercen de ira al ver cómo se mancillan sus más
sagradas costumbres de adoración a la tierra y a toda criatura viviente.
El viento nos lleva hasta la
zona de campamentos. Ahí se encuentra instalada una familia de clase
media-alta, en medio de un escape de la vida urbana, agobiante por el trabajo
en la empresa y la escuela, donde se educa para todo excepto para enfrentarse
realmente a un mundo cada vez más cruel. Y ellos, a diferencia de la multitud a
su alrededor, sí lograrán pasar por una experiencia que los conectará con las
fuerzas de nuestra madre Naturaleza.
El padre batalla con el
carbón renuente a encenderse para iniciar con la cena; la madre descansa
recostada sobre un camastro plegable, ahora es su turno para permanecer
indiferente a las dificultades de la cocina. La corriente en estos momentos ha
bajado dramáticamente su intensidad, al punto de casi ausentarse por completo,
y cuesta trabajo localizar el olor de las dos hijas de ese matrimonio, cuyos
matices de dolor se pierden al contemplar ese par de joyas con idéntico
esplendor que impiden la muerte de un amor ya algo oxidado. Por fin se descubren
dentro de un manantial, no lejos de su tienda; habían estado bajo el agua,
entregadas a inocentes juegos. Cabelleras castañas y lacias, cuatro ojos color
miel, narices diminutas, dentaduras incompletas por la caída de los deciduos,
pero que no demeritan dos sonrisas cautivadoras. Las mellizas prometen
infinidad de preocupaciones a sus parientes por la perfección de sus encantos.
Su aroma es fuerte ahora que
han salido del agua, pues las gotas secándose con el aire se llevan consigo
parte de su esencia, y sus atributos se ven resaltados por las esporas de los
pinos, la humedad de la tierra, las plumas de distintas aves. El humo del
asador apenas comienza a dispersarse, por lo que la dulzura de la carne asada
—junto a la de sus diversas guarniciones— aún está lejos de alcanzar esas
sensitivas narices. Las pequeñas secan sus cuerpos, se calzan y, luego de pedir
permiso a su madre, deciden ir a explorar un poco el lugar. El sol ya desciende
por la bóveda celestial, con la luz rojiza impregnando el bosque con una
atmósfera evocadora de los fuegos primigenios. En el lago, las últimas lanchas
arriban al muelle y los turistas baja a tierra, con la satisfacción dada por la
creencia de haber tenido un acercamiento espiritual a épocas remotas.
Las hermanas avanzan corriendo
entre la gente que arma sus casas de campaña o beben una cerveza fría, ya que
el clima tan agradable invita a ese refresco. Ya han salido de la zona de
acampar y ahora brincan entre las rocas, más cerca del lago. Caminan por la
orilla bastante rato, alejadas por completo de cualquier otro vacacionista;
solamente un par de ojos entre los árboles, arriba en el bosque, siguen sus
pasos. Un bote pequeño flota solitario a escasos metros de ellas, se balancea
de forma extraña, como si quisiera imitar el movimiento del cuerpo en un gesto
incitante. La madre se ha levantado para buscar a sus hijas, la cena está
lista; voltea a un lado y al otro hasta vislumbrar en la lejanía dos siluetas
avanzando peligrosamente cerca del agua. La bella señora se lleva una mano a la
frente y se dispone a correr hacia esas diminutas figuras, mas unas risas de
niña llevan su atención hacia el lado contrario. Entonces, sonríe satisfecha.
Las mellizas suben al bote
de madera que detiene su bamboleo y se inclina a un lado para permitirles el
abordaje. Inician con un simple juego de marineras que parten hacia una tierra
desconocida, repleta de peligros y misterios. No son las típicas chicas que
juegan con muñecas todo el tiempo, sino las hijas de una nueva época. En medio
de la fantasía, no se percatan cuando un aire fresco, cargado de una brisa
aromática y guiado quizá por una conciencia innominable, las va a empujando
lago adentro. Cuando por fin se dan cuenta, la barcaza navega muy alejada de la
playa. Sin embargo, ninguna de las dos se asusta; en cambio, entrelazan las
manos y se sientan en la banca para contemplar un paisaje que, ahora visto
bien, supera al de su aventura imaginaria. El cuadro es fantástico porque no
hay vista hacia atrás, hacia la zona corrompida por la plaga humana. No, ellas
sólo ven frondosos árboles a un lado, saludando su paso con las ramas, un
conejo se acerca a la arena y observa el barquito pasar; el agua también está
invadida por la vida: a través de la superficie increíblemente cristalina se
alcanza a ver el fondo cubierto por las algas que apenas dejan apreciar la
arena, peces y cangrejos de agua dulce batallan por un espacio libre; y al
fondo se van descubriendo poco a poco las majestuosas ruinas de piedra.
El bote toca tierra firme
cuando los últimos rayos del sol todavía luchan por abrirse paso en esa
fortaleza parcialmente olvidada, lo que tiene como resultado una iluminación
perfecta para regresarle un poco de la magia perdida con los años. La hiedra
cubre una enorme extensión de terreno, trepa por los muros ciclópeos y forma
coronas en los techos de las primeras construcciones que reciben a las niñas.
Son como casitas, piensan ellas, que rodean una gran muralla, como en las
películas de princesas; quizá, tras ese muro se encuentre el castillo de los
reyes, con la hermosa princesa esperando la llegada de su amado. El rojo crepúsculo
tiende una alfombra sobre el camino hacia el estrecho umbral que atraviesa la muralla.
Dos estatuas custodian esa única entrada; la luz, el polvo, la atmósfera en su
conjunto y la imaginación excitada de las pequeñas parecen conferirles
movimiento a los guardianes, quienes, con movimientos cortos y torpes a causa
de su largo sueño, invitan a las gemelas a entrar. Ellas avanzan, apremiadas
también por la voz del viento.
Se han internado en una
pequeña ciudad que, sin embargo, luce impresionantes edificios con figuras
imponentes, como los centinelas de la entrada, mas esta vez tallados sobre la
roca llana, en bajos y altos relieves. La luz se debilita a una velocidad cada
vez mayor; ya la mitad del firmamento se ha bañado con violeta y las sombras fruncen los cejos de las
esculturas, giran las cabezas para seguir el paso tímido de las dos princesas
que se dirigen al edificio central. A medida que se acercan, la voz del viento
toma una forma más definida; ya no es aquel distante eco con matices musicales
de hace unos minutos; ahora se distinguen las sílabas a la perfección y el tono
se ha vuelto más tierno, resuelto y apremiante. Las chiquillas, todavía en ese
trance provocado por la dulce voz, no se sueltan de las manos y apenas siguen
prestando atención a la magnífica arquitectura alrededor de ellas. La fantasía que
inició como un simple juego ha trascendido la frontera no muy definida de sus
mentes y ahora se ha perdido el poco sentido —si alguna vez lo tiene algún
divertimento infantil— de su pequeña aventura. Han dejado de pensar en lo que
hacen, en su familia, en el lugar donde se encuentran; lo único que saben es
que les alegra estar juntas y que nunca se quieren separar. Sus dedos se
entrelazan con mayor fuerza.
El edificio principal, justo
en medio de la ciudad, es una construcción rectangular, la de menor altura en
todo el complejo, pero que lo compensa ampliamente en longitud. Pese al paso
del tiempo y la crueldad de la intemperie que han erosionado las esquinas y
triturado algunas rocas, la edificación luce espléndida, como rodeada de un
aura protectora que la hace brillar.
Por momentos, breves
espejismos se les presentan a las hermanas para mostrarles la original
magnificencia de la estructura de infinitos custodios labrados en las columnas:
de pronto los bloques de piedra se visten con un recubrimiento misterioso, las
estatuas que sostienen el techo como los gemelos de Atlas lucen su piel color
de trigo, sus tocados dorados levantando el cabello negro y sus ropas marrones
y blancas con abundancia de adornos policromáticos; los muros contienen
extraños caracteres nunca vistos por esas dos tiernas visitantes y, en su
ignorancia, las escenas y mensajes labrados allí, en el único segundo que se
detienen y recuperan parte de conciencia para admirar esa visión, les recuerdan
el libro del Antiguo Egipto que su papá les regalara en su cumpleaños pasado. Y,
tan inesperadamente como ha llegado, la ilusión se esfuma, y queda tan sólo el
palacio viejo, en ruinas cubiertas de hiedra, con la noche expandiendo los
pétreos flancos, la gran entrada en cuyo interior danzan sombras. Entonces
dudan por primera vez, sienten verdadero miedo. Pero no se detienen. La fuerza
que las guía sobrepasa su voluntad, y, a decir verdad, pese al miedo, no pueden
contener tampoco esa curiosidad infantil que hace perder toda prudencia. Se
internan en las penumbras, únicas habitantes vivas en ese sepulcro de peligrosos
arcanos.
En este punto, los
espejismos se vuelven más duraderos, intercalando con la negrura apenas
cuarteada por los débiles rayos lunares, hasta sustituir la realidad
perceptual. Esto pasa al mismo tiempo en que la voz, percatada de la reticencia
de las niñas a continuar el trayecto, cambia el tono por uno que les recuerda a
su mamá; las tranquiliza, y el tono baja un poco más, le asegura que no hay
nada por qué temer y luego las gemelas descubren la voz de una niña de su edad.
Varias piras se encienden e iluminan unos muros sin espacios desnudos de tantas
escenas reproducidas en ellas; líneas azules y rojas adornan la unión entre paredes
y techo, éste último labrado con cientos de caras adornadas con aretes, púas en
los labios y especies de diademas doradas. Las pequeñas piensan en una casa de
la risa al avanzar por esa estancia atascada de columnas. La voz se vuelve más
clara y fuerte hasta casi convertirse en un grito que rebota en esa amplitud, y
los ecos actúan como un psicotrópico en la mente de las visitantes. Se
comienzan a marear, pero sus manos siguen entrelazadas; todo a su alrededor da
vueltas, se vuelve nebuloso, como si su mirada fuera cubierta por papel
translúcido. No obstante, siguen avanzando.
No se sabe cuánto tiempo
llevan caminando, pero no puede haber pasado mucho desde el comienzo de la
aventura, pues, en la distancia, fuera de la ciudad, ningún campista se ha
metido a dormir. Mas a las hermanas les parece que han transcurrido horas y
horas. No sienten las piernas, parece como si avanzaran flotando, sus párpados
pesan. Sienten una gran frustración de que toda la gran experiencia parece
resumirse en una larga caminata con uno que otro golpe de emoción, y la gran
mayoría del asunto resultó promesa tras promesa que esa voz emitía sin llegar a
consolidar ninguna. La voz conoce sus pensamientos compartidos y se limita a
sentenciar únicamente lo siguiente: “las cosas que valen la pena tardan en
llegar”, seguido de una risita aguda.
En efecto, su espera ha
terminado. Llegan al final de esa enorme estancia, voltean un segundo y apenas
alcanzan a ver un pequeño cuadrado de luz, que es por donde entraron; al
regresar la mirada, frente a ellas se levanta una reja de madera petrificada
bloqueando el paso a una pequeña habitación. La voz proviene del otro lado; no
queda ninguna duda, la escuchan fuerte y claro. Dos piras, al fondo de ese
cuarto, se encienden e iluminan un gran altar de piedra, carente de más adornos
a excepción de un par de vasijas, una a cada lado. Arriba, la entidad a la que
está dedicado. Un alto relieve de una cabeza, de cuyos labios plasmados en un
gesto como de alguien silbando se escapa un aire cargado de variados aromas.
Las facciones, los colores y todo el conjunto desencajan en el estilo
generalizado de la ciudad. No se trata de un indígena. Tiene el cabello rojo, como
la cresta de un gallo, arreglado en dos trenzas sujetas por moños azul cielo;
una frente pequeña atravesada de lado a lado por pequeñas inscripciones que
parecen cicatrices; nariz griega, simplemente; barbilla un tanto puntiaguda, al
igual que las orejas. Sin embargo, lo más extraordinario son los ojos carentes
de cejas, aunque coronados por largas y separadas pestañas, dos globos casi
perfectamente redondos, con enormes pupilas negras en cuyos centros se alcanzan
a distinguir dos diminutos agujeros. A las hermanas, esa cabeza les recuerda a
una muñeca de trapo.
Es la escultura quien les ha
estado hablando para guiar sus pasos; ahora sus pupilas parecen fijas en ellas,
y de sus labios se escapa una risita con olor a madera. Las ha estado esperando
por largo tiempo. Sin saber por qué, las gemelas intercambian una mirada que
les trae un recuerdo extraño y fuera de lugar: hace un año ambas jugaban en la
sala de su casa, bajo la antipática y vidriosa mirada de su padre; saltaban
entre los sillones y una de ellas entonces exclamó, equilibrando en el respaldo
del sofá: “Mira, papi, me voy a aventar de un edificio”, y así lo hizo, seguida
de su hermana, que no paraba de reír.
La diosa —o lo que sea eso—
las regresa a la realidad. Ha esperado largo tiempo por ellas, en esa solitaria
casa, sin nadie con quien jugar. Pasen, pueden divertirse un rato con ella, que
también es su hermana. De pronto, ambas se dan cuenta que, efectivamente, esa
chicuela tallada en el muro, que da la impresión de que en cualquier momento
sacará las manos y se impulsará hacia fuera, tiene un gran parecido con ellas.
De nuevo la voz aguda satura la habitación y sumerge a las pequeñas en un
estado de conciencia alterada. Sí, debe ser su hermana. Los barrotes de la reja
se quiebran, tuercen, revientan, para dar paso a esta reunión familiar. Los dos
agujeros en las pupilas de la diosa se iluminan con un brillo esmeralda. Pasen
a jugar, ha pasado tanto tiempo, ya nadie las separará. La pétrea boca se abre,
dejando caer un fino polvo; una luz blanca que ciega al instante cubre a las
gemelas mientras avanzan hacia esa gran boca.
Del otro lado del lago, una
familia de cuatro asa bombones en una fogata.