Te busqué. Desde el crepúsculo hasta el amanecer.
Te busqué durante días, a sabiendas de que ya nunca te encontraría. Terco,
marcaba a tu celular con la estúpida esperanza de escuchar tu voz de miel y, en
vez, recibía ese odioso y fugaz chillido electrónico; te escribía mensajes, con
la idea de que dejarías de ignorarme y me perdonarías. Me perdonarías por… ¿por
qué? Por lo que fuera, por todo. Pero podríamos estar juntos aunque fuera un
día más. Y, quizá, por ello vivo en una penumbra perpetua, sin permitirle a la
Luna llegar siquiera a la medianoche. La miro y contengo el aliento, fija la
vista en su pálida faz para ver si, junto a mi reflejo, ella también detiene la
respiración. Un poquito más de tiempo para poder despertar a tu lado,
bloqueando el fresco de la mañana con nuestros cuerpos desnudos, muy juntos.
Y, poco después de tu
partida, comprendí algo que terminó por espantar el sueño de mis párpados y de
mi alma. Aunque no importa. No es tan tarde. Todavía no es medianoche. Entendí
que ya te había buscado durante años, incluso antes de estar consciente de tu
existencia. Y el hecho de perderte tan pronto… el hecho de repentinamente
perder la única razón por la cual seguir respirando, fue suficiente para destruirme.
Sería suficiente para destruir a cualquiera.
Y esta noche, a las diez
en punto, hace más frío que nunca. No quiero imaginar de lo gélida que llegará
la madrugada. Con todo, intentaré dormir un poco, bien abrigado con tu
recuerdo. Tres dedos de güisqui y un clonazepam sustituirán tus labios para el
beso de las buenas noches.
Desperté. Para mi
maldita suerte desperté. Y no digo esto por sufrir una absurda depresión, o por
haber deseado que el cóctel de anoche me hubiera matado, sino porque estaba soñando
algo maravilloso; confuso y casi carente de sentido, como suelen ser los
sueños, mas no por ello menos hermoso y, en ese momento, tan real como la pluma
deslizándose sobre el papel. Sólo yo con tu mano entre las mías y mis pupilas
aferrándose a tus labios, y tus ojos orbitando mi rostro, y tu mejilla contra
la mía. Primero en el jardín, luego en la casa de tu mejor amiga y luego en
nuestra cama. Entonces un zumbido sonó desde debajo del colchón. Y subía. Hasta
la colcha. Hasta la almohada. Pero tu santo recuerdo inmaculado impidió que de
tus poros se escaparan esas moscas, o abejas, o luciérnagas. Me desperté con
una respiración silbante, con un ronquido parecido al batir de las alas de un
insecto.
Me lamenté por haberte
perdido de nuevo, como cada que abro los ojos, aunque sea el lapso de un
parpadeo. Con todo, un sorbo de güisqui me susurró, entre el ardor tras su paso
por mi garganta, que algo bueno pasaría hoy.
Y así fue. Un detalle
casi ínfimo, pero suficiente para mi corazón desesperado; la cantidad justa
para no abandonar mi quimérica espera.
Llevaba ya cerca de una
semana sin haber tocado un jabón. En parte por la desidia, por parecer
demasiado largo el trecho entre mi silla frente a la puerta y el baño. En parte
porque la oscuridad me impedía ver mi propia suciedad. Con todo, el olor de mi
cuerpo ya me molestaba demasiado como para superar a la ausencia de ánimo.
Al salir de la regadera,
el poco alivio obtenido con el agua tibia se esfumó, junto al mismo vapor que,
en vano, intentaba protegerme del frío que rápido llegó a azotarme la espalda.
Tomé mi cepillo de
dientes y froté con el antebrazo el cristal del espejo. No lo capté enseguida,
al estar tan ensimismado en mi tristeza. Una fracción de segundo estuve a punto
de desviar la mirada hacia el tubo de pasta. Pero al captar esa silueta tras de
mí las pupilas dilatadas se fijaron en ella. Dejé caer el cepillo y se me hizo
un hueco en el estómago. Sí, me asusté y no me avergüenza decirlo. Era natural,
pues no te reconocí a primera instancia. Y de eso sí me culpo.
Puse la mano sobre el
vidrio y, como un auténtico reflejo, la tuya se recargó sobre mi hombro
derecho. Y a pesar del frío de la muerte, pude sentir la tibieza de tu amor.
Sí. Tibio, sin llegar a ser caliente, abrasador, porque nunca lograste amarme
tanto como yo a ti. Como todavía te amo. Y por eso es tan injusto que la
Fortuna te llevara en lugar de a mí. Tú no hubieses llorado tanto mi partida,
tú no desearías estar en mi lugar, tú no te desgarrarías la tráquea con cada
bocanada de este aire helado.
Y aun así, esa mano
sobre mi piel desnuda pudo hacer regresar a mí el deseo de continuar; de no
querer dormir esta noche por esperar otra visita tuya, aunque fuera tan fugaz, tan insatisfactoria,
como la de hace un par de horas. De apartar de un golpe el frasco de
comprimidos y aferrarme mejor a la botella de alcohol.
Diez y media de la noche
y tengo otra confesión, con todo y la sospecha de que tú ya lo sabes todo. Me
he pasado los últimos momentos de esta eterna noche viendo mis películas favoritas.
No obstante, sin ti para comentarlas, para reír, para besar, el terror ya ha
perdido su encanto. Aquel mi otro gran amor, mi pasión, mi dicha, ahora parece
un tumulto casi insufrible de absurdidad.
No me malinterpretes.
Sigo disfrutando al ver a una niña cuyo cuerpo ha sido invadido por demonios,
un torso abierto en canal, un hombre decapitado, un aquelarre sublime de
deliciosas brujas, una extraña presencia acosando a una pareja en una cabaña en
el bosque. Lo aprecio y, en cierta medida, mi cariño por el género trascenderá.
Pero ahora es… distinto. Se siente distinto.
Ese placer morboso por
ver la sangre, la palidez de la muerte, el saberse una diminuta parte de la
inmensidad cósmica se ha exacerbado y, al mismo tiempo, metamorfoseado en algo
tan grotesco, que me asusta más que cualquier creación concebida por el genio
de Providence, mi autor predilecto.
De por sí, siempre me he
sentido presa de sentimientos violentos. Fantasías de carne y astillas óseas,
contenidas por las imágenes demenciales de mis videojuegos y películas. Una
terapia para, precisamente, sublimar la tentación de llevar mis impulsos a la
realidad. Afortunadamente, el encierro tiene ese doble uso para que mi
abstinencia no encuentre desahogo en una persona inocente.
Las once posterior a
meridiano. Había logrado consolar el sueño, pero el rugido de un salvaje
viento, junto a mis habituales pesadillas, me abrieron de golpe las pestañas.
No recuerdo mucho de mis
sueños. Únicamente imágenes difusas. Fotografías. Escenas. Intermitencias. Cortes
de edición. Tus ojos. Un pedazo de carne purulenta. Una chica atada en un
sótano. Tus dientes blancos enmarcados en una sonrisa. Tus pechos danzantes por
el balanceo del coito. Una sierra rebanando un torso. Al despertar, la funda de
la almohada estaba empapada en lágrimas y sentía el pene dormido, seguro por
una erección de horas y renuente a desinflamarse pronto.
Las uñas de la tormenta
rascaban la ventana, iguales a las garras del cuervo, emisario de las noticias
de muerte. Fui directo a la computadora, con la idea de expulsar la libido en
unos cuantos suspiros. Luego de pasarme quince minutos en mis sitios
pornográficos favoritos, la idea que tanto me esforcé por desviar de mi mente
tomó el control de mis dedos.
Antes de darme cuenta,
el navegador anónimo cargó un sitio de videos tabú. Me dejé llevar.
Ultimadamente no le haría daño a nadie.
Un instante después, el
pene, irritado por la cruel fricción de la mano, se hinchó hasta tocarme el
ombligo. Con cada nuevo disparo a la cabeza de las personas alineadas y de
rodillas, sentía el agradable cosquilleo en el tronco, el simiente recorriendo
a toda velocidad las venas, mas aguantaba el orgasmo para prolongar el placer y
el olvido. Sin dejar de agarrarme los genitales, tecleé por videos de
ahorcamientos. Apuñalamientos. Decapitaciones. Un chorro blanco salió disparado
como la sangre de la yugular y, no bien había terminado de lamerme los dedos,
la incomodidad, la culpa y el desprecio por mi propia persona sustituyeron el
arrebatamiento del éxtasis.
Me sentía humillado, con
la clara sensación de que estuvieras viendo, con un gesto preparado en la
cabeza para reprobar mis acciones. ¿Con qué clase de hombre terminaste tus
días? ¿Cómo no pudiste ver al monstruo escondido tras esos ojos marrones, de
profundidad hechizante? Porque las únicas señales con las que pudiste contar
eran juegos con nudos de bufanda en la cabecera de la cama, o unos golpes
cariñosos en las nalgas.
Mis reflexiones se
interrumpieron cuando mi taza de café se deslizó unos centímetros por el
escritorio y se reventó en el piso. ¿Eras tú? ¿Acaso me sentía observado por
algo más que una fantasía de autocensura? El parpadeo en mi lámpara parecía
apoyar dicha teoría. Y yo sonreí, olvidando mi pesar. La sonrisa no tardó en
convertirse en una carcajada demencial. Debías ser tú.
Los muebles siguen
moviéndose hasta ahora. Los cajones se abren; cubiertos y otros objetos cambian
de lugar, la luz viene y va por intervalos y unos pasos a mis espaldas parecen
acompañarme al ir por un vaso de agua. Y tu fantasma me impide caer de nuevo en
tentaciones criminales, de hacerme daño, de hundirme en los fármacos, aunque el
alcohol sigue dándole aroma a mi aliento.
Diez minutos para la
medianoche y tengo el maravilloso presentimiento de que veré otra vez tu cara de
ángel.
Los fenómenos pararon un
rato. Y estuve a punto de caer en la desesperación, con el frasco de
antidepresivos lanzándome miradas furtivas de seducción desde el buró. Daba
vueltas por mi recámara, en una lucha entre la ansiedad de la abstinencia y el
deseo por acabar de una vez por todas con el dolor, cuando una risita recorrió
los muros de la planta baja e hizo eco en el techo, justo bajo mis pies.
No era tu voz. Llevaba
mucho tiempo sin acariciar mis tímpanos con tu timbre delicioso, pero no había
forma de olvidarlo. No era tu voz. El ruido subió por las escaleras. Me pegué
contra la pared opuesta a la puerta y vi la sombra de unos pies por la ranura.
No había puesto el seguro. El silencio en ese momento resultaba insoportable,
mas cualquier cosa era mejor que el chillido del picaporte a punto de abrirse.
“¡No eres tú!”, grité. La puerta permaneció cerrada y comencé a dudar sobre la
naturaleza de las manifestaciones.
Por supuesto que ya
había barajeado la posibilidad de que todo se tratara de mi mente. Un intento
absurdo de darme consuelo, de sentirte todavía conmigo. Y ya me imaginaba a mí
mismo caminando por la casa abriendo el clóset, azotando puertas, torciendo
cuadros. Pero no. No se podía tomar en serio esa especulación.
Y por más poderosa que pueda
ser la mente, aquella risa y la sombra bajo la puerta era ya demasiado. Está
bien ser escéptico, pero igualmente es grave convertir la razón o la ciencia en
un monopolio del pensamiento.
Permanecí pegado a la
pared durante un par de minutos, francamente asustado. Si no hubiera estado
seguro de que no era tu voz, hubiera salido corriendo a abrirte y aventarte a
la cama. Sin embargo, en ese breve lapso me convencí que, con mi ardiente deseo
de reencontrarme de alguna forma contigo, abrí un portal por el que pudo pasar
cualquier ser con ansías por la vida.
El silencio volvió a
reclamar el control de la atmósfera. Ninguna corriente de aire me permitía
cargar los pulmones con el valor necesario para investigar lo acontecido.
Cuando me atrevía moverme, abrí el armario y me estiré por la botella de vodka.
La quemadura de la garganta se extendió hacia el estómago. Esto me ayudó a
transmutar el miedo en furia. Alguien, o algo, se había atrevido a suplantarte
en mi cabeza y convidarme de una idiota ilusión por la llegada de la noche.
Esa ira ciega me lazó
fuera de la habitación. El pasillo oscuro me recibió con una solemnidad
incongruente. Ningún olor o cambio de temperatura dio testimonio de la reciente
aparición. Saqué el celular para ver la hora. Cinco para los doce. Al volverlo
a guardar, una silueta esperaba que regresara la mirada al final del pasillo.
Estaba quieta, como si
hubiera estado ahí desde la construcción de la casa, como si fuese una obra de
arte de mal gusto adherida al muro. Tenía tu altura, tu figura y el largo de tu
cabello, pero no alcanzaba a ver si tenía tus facciones. En esta ocasión no
retrocedí. La posibilidad de que, en efecto, fueras tú, era suficiente para
enfrentarme hasta con el mismísimo Azrael.
El fantasma, espectro o
lo que fuera, no se movía. La claridad de la luna se filtró por la ventana de
la escalera y le iluminó parcialmente el rostro. Tu pelo rubio y ojos verdes me
convencieron de que todo este calvario estaba por concluir. Que pasara quien
quisiera por el portal, siempre y cuando tú no te fueras sin mí. Nada importaba
excepto eso.
Di un paso hacia ti y
tus párpados se abrieron y tus ojos saltaron de las órbitas y tus pupilas se
dilataron, como si vieras acercarse a un desquiciado en lugar de a tu novio. Me
detuve, desconcertado ante tu reacción y con el temor de echar todo a perder.
Pero incluso así, tu figura se desvaneció junto con los rayos lunares. En ese
momento sentí mucho frío. Decepcionado, lleno de enojo, me regresé a mi cuarto.
Cerré la puerta con
seguro. Me serví un vaso de vodka y abrí la ventana para disfrutar de un
cigarrillo. La primera calada fue terrible. Me ahogué con el humo y tosí, lo
que me dio ganas de vomitar, pero seguí fumando. A los dos tragos de vodka,
arrojé a la calle el cigarro a la mitad.
Al voltearme, tu mirada
atenta me detuvo en seco. Un nudo se apretó en mi garganta a causa de la
impresión, pero de inmediato me permití una sonrisa. Retrocediste hacia la
cama, llamándome con los dedos. Al querer alcanzarte, aquella risa extraterrena
me humedeció el oído. El vaso se me resbaló de los dedos y un fuerte jalón en
el cuello me impidió llegar hasta ti.
En un reflejo, estiré
los brazos, pero tú sólo me miraste sonriente, recostada entre las almohadas.
Me llevé las manos al cuello y recorrí una soga bien apretada. Alcancé el nudo
perfectamente hecho y te devolví la sonrisa. Después de unas cuantas
pataleadas, pude reunirme contigo en el dulce sueño eterno. A la medianoche,
con el rugido del viento rasguñando la ventana.