Mucho
se dice que a gente como yo le falta algo, está incompleta, como si dentro del
cuerpo, en el lugar de los órganos, hubiera un gran vacío, un hambre que ningún
alimento puede saciar. Pero a mí no me falta nada, me falta todo. Hígado,
pulmones, corazón. Completamente vacío, a excepción del cerebro. Y ese precioso
vehículo de la inteligencia lo he alimentado con miles de lecturas, estudios y
reflexiones que me han conducido a la verdad; sobre mí mismo y sobre el arcano
que se oculta tras la pupila del Todo.
Desde
niño desarrollé una visión impresionante que se extendía más allá de lo
aparente. Vivía en una acogedora casita del campo con mi familia. Papá, mamá y
hermana. Tal vez nunca disfrutamos de lujos, pero tampoco faltaba el pan en la
mesa, el cariño ni la buena crianza. A veces los visito para recordar esos años
felices, sin demasiadas preocupaciones, mientras disfrutamos de una taza de
café. Sin embargo, y pese a todo, siempre me sentí un poco fuera de lugar allí.
Me
gustaba salir a caminar por los cultivos y sentir la hierba entre los dedos, el
calor del sol en la cara, masajear mis pies descalzos con la tierra. Con el
atardecer me sentaba en lo alto de una pequeña colina a ver las espigas de
trigo; diminutas bolas luminosas se elevaban al cielo, retribuyendo un poco de
la energía con que Helios les había otorgado la existencia. En el aire surcaban
nubes translúcidas, pintadas de múltiples colores de una gama completamente
desconocida para el ojo humano. Pero lo mejor era sentir la respiración del
planeta, el calor y la humedad y el vapor y el metal exhalados de sus poros. Y
tanta carga de sensaciones e imágenes, visibles e invisibles, me quitaban el
sueño. Porque, a pesar de disfrutarlos, no entendía de dónde procedían esos
dones o si servían a una causa, o por qué los tenía yo.
Por
supuesto, ahora lo comprendo. Y así se presentó ante mí el plan mental que el
Creador me había trazado. No obstante, la comprensión de esto, por sí sola, era
insuficiente. Debía encarnar la idea, el principio. Pasar a la acción.
En
concreto, entendí que soy un agente del Caos; un elemento necesario para
sostener el delicado equilibrio de la Naturaleza. Así como los cuerpos astrales
colapsan entre sí, las supernovas estallan y arrojan su materia para constituir
nuevos sistemas, y los agujeros negros devoran la luz en el espacio. Por
Correspondencia, esos fenómenos se reproducen en todos los planos, superiores e
inferiores. Yo soy la propia Correspondencia del devorador de mundos, del que
atrae con sus gemidos a las entidades carentes de razón y se alimenta de sus
esencias. Soy el necesario mal que con tu carne y sangre alimenta la tierra,
que de tu muerte hace surgir nueva vida, que de la destrucción obliga a que
surja el Orden.
Y
luego de semejante descubrimiento tenía que actuar de inmediato, forzar el
cumplimiento de mi destino.
Para
elegir al primer elemento, me dejé guiar por mi privilegiado olfato y mi
sentido estético. No gran planeación, no mayor motivo; escogí a quien me gustó.
Y
mis exigencias se vieron satisfechas en una criatura de piel bronceada, un
metro ochenta de estatura y una incipiente barba de varios días. Tras una
ligera capa de sudor, el dulce aroma de carne prácticamente libre de grasa,
sangre limpia, de alcohol, drogas o cualquier sustancia sintética. Y su forma
de caminar me excitaba tanto; al verlo sentí que mi corazón saltaba fuera del
pecho, la adrenalina se propulsó por cada vena al reconocer, en esa quijada
cuadrada y perfil varonil, al indicado.
El
neutralizarlo no fue tan difícil como podría suponerse. Bastó con seguirlo
hasta su gimnasio y cautivarlo con una sonrisa. Conversamos un rato y, pasados
quince minutos, íbamos de camino a mi casa en la periferia de la ciudad.
No
bien había atravesado el marco de la puerta, el aspirante a amador ya estaba
deshaciéndose de su playera, mas el proceso fue interrumpido por un fuerte
golpe en la cabeza. El tipo cayó al piso con la tela cubriéndole el rostro y
dejándole con los brazos estirados, tiesos y con los dedos torcidos.
Seguramente
su despertar fue… confuso. Incapaz de moverse, salvo el cuello en unos cuantos
grados. A su vista, sólo mis pies, el suelo y las patas de una silla. Luchando
por respirar, con la nariz tapada por la sangre y la boca por una mordaza; sin
poder gritar. Lo había atado de las cuatro extremidades a una mesa fijada a la
pared, en diagonal; una humilde recreación del potro medieval de la que me
siento orgulloso.
Empecé
por torcer sus ataduras hasta escuchar el tronido del tobillo. Quería
experimentar con sus intentos de alaridos, sus lágrimas de dolor y frustración,
pero el resultado no me satisfizo por completo. Entonces me hice con unas
pinzas de mi caja de herramientas y así, sin preámbulos e ignorando los gemidos
que el pobre diablo intentaba pasar por súplicas, le corté un dedo del pie
izquierdo.
¡Eso
es lo que buscaba! ¡Ah! Ese dulce aullido que logró romper las fibras de la mordaza.
Su pantalón se oscureció por la orina y pude oler el miedo y la rabia en ese
líquido.
Cambié
las pinzas por un bisturí y enseguida se lo puse en frente de la nariz. Sus pupilas
se abrieron como la lente de una cámara, el horizonte de eventos de un agujero
negro. Cada poro de su piel hizo lo mismo; el sudor, las hormonas, el gas en
los intestinos. Acerqué el exacto al abdomen y mi mano tembló ante el vacío
creado por la contracción de sus músculos, en un reflejo para evitar el corte.
Pero fue la ropa la que abrazó el filo de acero; y el desgarre de la camisa se
fundió con el gemido de auténtico terror. Por fin ese Adonis se había dado
cuenta de la magnitud de lo que ocurría.
En
cuestión de segundos tuve ese cuerpo tembloroso completamente desnudo. Era
increíble. Olía tan bien. No a pesar de la orina, la transpiración y las heces
revolviéndose en el vientre, sino justo por esos elementos. Le tomé el pedazo
de carne que colgaba entre sus piernas. Tenía buen tamaño considerando el miedo
y la humedad que lo envolvía. Lo agité y quedé sorprendido. Incluso ante tal
perspectiva de peligro, el miembro se hinchó hasta duplicar su longitud. Miré
la expresión de mi compañero, curioso. Me desvió la mirada y apretó los
párpados. Y en tal semblante adiviné la indignidad, el dolor emocional
compitiendo con el físico… aunque no por mucho tiempo.
La
erección retrocedió en el preciso segundo en que el helado filo lamió el
esternón. Bajé los ojos para sonreír con el curioso efecto del pene arrugándose
y los testículos retrocediendo hacia la cavidad del pubis. Mas mi respiración,
cada segundo más agitada, y la saliva escurriendo por el mentón anunciaban que
la hora del evento principal había llegado.
Cambié
el ángulo de la cuchilla y dibujé una línea recta desde el pecho hasta la
pelvis.
Ese
delicioso líquido rojo, embriagante fluido vital; el éter que le da esencia al
manto celestial, permitiendo la perpetuidad de su movimiento. Apenas sobresalía
del corte y, aun así, saturaba mis sentidos con su metálico olor. Apresuré mis
labios contra el vientre de ese fenomenal semental, penetrando con la lengua la
hendidura de la piel que, acto seguido, se vio forzada por mis manos. Las
tripas se desparramaron en el piso y el ácido vómito de bilis interrumpió el
ahogado gemido del desgraciado. Un nuevo chorro de orina me alcanzó el muslo,
con el cuerpo tan pegado al suyo. Y del otro lado, el gas y tres cortas
exhalaciones de mierda. ¡Hermosa mezcla de esencias! Los humanos, en su absurdo
refinamiento, no son capaces de apreciar la escala completa de olores
naturales. Sólo las bestias y yo percibimos esas advocaciones de lo divino.
Pese
al enorme gozo que mi olfato me daba, sentí la urgencia de complacer sin mayor
tardanza al tacto. Y le di rienda suelta a los dedos dentro del abdomen de mi
desfalleciente amigo. La vibración del estómago, el hígado palpitando. La
tibieza, la viscosidad de tantos componentes que conforman el cuerpo.
Con
la mano libre raspé, froté y rasguñé las nalgas manchadas de excremento; metí
el dedo medio en el ano y rasqué el interior. En este punto, el sujeto ya había
despedido prácticamente todas sus fuerzas. De hecho, me sorprendí que durara
tanto con la mitad de los intestinos decorando mis mosaicos.
Corté
la mordaza y de sus labios escapó únicamente un ronco suspiro. Metí la verga
hinchada en el hueco abdominal. Con lentas oscilaciones me aproveché del
palpitar interno. Por primera vez en la vida experimenté el placer mundano,
aunque exacerbado, elevado por la Correspondencia. Me aferré a sus piernas y
mis envites se volvieron furiosos. Con el aire de esa vida extinguiéndose, mi
espíritu alcanzaba un nuevo nivel de concentración. Y antes de llegar al
éxtasis, extraje el pene y le descargué tres chorros de semen en la cara.
Terminado
el ritual, disfruté de otros cuatro orgasmos al cortar el cuerpo en ocho
pedazos. Los enterré en distintas puntos boscosos de la ciudad, para que su
transformación diera origen a nuevas formas de vida.
Para
ser mi primer experimento, el resultado había sido aceptable. No obstante,
queda mucho por descubrir y mi siguiente paso debe marcar el sendero que me
conducirá hacia la trascendencia. Debe ser espectacular, debe permitirme
vislumbrar en esos ojos quebradizos la verdad tras el arcano universal. Lo
divino en lo humano y lo humano en lo divino. Porque así como arriba es abajo y
como abajo es arriba. Yo soy el Caos, y el Caos es el Orden.