miércoles, 13 de abril de 2022

La divinidad de la carne


Apenas unas noches atrás maté a mi primera víctima. Víctima. ¡Qué horrenda palabra para un evento divino! Como si yo fuera un vulgar asesino, como si lo que hice careciera de motivo y de, aún más importante, propósito. No, no se trató de una víctima, sino de una pequeña, aunque radiante bola de luz en medio de la densa penumbra del cosmos; polvo de estrella destinado a ser absorbido por un naciente astro rey.

Mucho se dice que a gente como yo le falta algo, está incompleta, como si dentro del cuerpo, en el lugar de los órganos, hubiera un gran vacío, un hambre que ningún alimento puede saciar. Pero a mí no me falta nada, me falta todo. Hígado, pulmones, corazón. Completamente vacío, a excepción del cerebro. Y ese precioso vehículo de la inteligencia lo he alimentado con miles de lecturas, estudios y reflexiones que me han conducido a la verdad; sobre mí mismo y sobre el arcano que se oculta tras la pupila del Todo.

Desde niño desarrollé una visión impresionante que se extendía más allá de lo aparente. Vivía en una acogedora casita del campo con mi familia. Papá, mamá y hermana. Tal vez nunca disfrutamos de lujos, pero tampoco faltaba el pan en la mesa, el cariño ni la buena crianza. A veces los visito para recordar esos años felices, sin demasiadas preocupaciones, mientras disfrutamos de una taza de café. Sin embargo, y pese a todo, siempre me sentí un poco fuera de lugar allí.

Me gustaba salir a caminar por los cultivos y sentir la hierba entre los dedos, el calor del sol en la cara, masajear mis pies descalzos con la tierra. Con el atardecer me sentaba en lo alto de una pequeña colina a ver las espigas de trigo; diminutas bolas luminosas se elevaban al cielo, retribuyendo un poco de la energía con que Helios les había otorgado la existencia. En el aire surcaban nubes translúcidas, pintadas de múltiples colores de una gama completamente desconocida para el ojo humano. Pero lo mejor era sentir la respiración del planeta, el calor y la humedad y el vapor y el metal exhalados de sus poros. Y tanta carga de sensaciones e imágenes, visibles e invisibles, me quitaban el sueño. Porque, a pesar de disfrutarlos, no entendía de dónde procedían esos dones o si servían a una causa, o por qué los tenía yo.

Por supuesto, ahora lo comprendo. Y así se presentó ante mí el plan mental que el Creador me había trazado. No obstante, la comprensión de esto, por sí sola, era insuficiente. Debía encarnar la idea, el principio. Pasar a la acción.

En concreto, entendí que soy un agente del Caos; un elemento necesario para sostener el delicado equilibrio de la Naturaleza. Así como los cuerpos astrales colapsan entre sí, las supernovas estallan y arrojan su materia para constituir nuevos sistemas, y los agujeros negros devoran la luz en el espacio. Por Correspondencia, esos fenómenos se reproducen en todos los planos, superiores e inferiores. Yo soy la propia Correspondencia del devorador de mundos, del que atrae con sus gemidos a las entidades carentes de razón y se alimenta de sus esencias. Soy el necesario mal que con tu carne y sangre alimenta la tierra, que de tu muerte hace surgir nueva vida, que de la destrucción obliga a que surja el Orden.

Y luego de semejante descubrimiento tenía que actuar de inmediato, forzar el cumplimiento de mi destino.

Para elegir al primer elemento, me dejé guiar por mi privilegiado olfato y mi sentido estético. No gran planeación, no mayor motivo; escogí a quien me gustó.

Y mis exigencias se vieron satisfechas en una criatura de piel bronceada, un metro ochenta de estatura y una incipiente barba de varios días. Tras una ligera capa de sudor, el dulce aroma de carne prácticamente libre de grasa, sangre limpia, de alcohol, drogas o cualquier sustancia sintética. Y su forma de caminar me excitaba tanto; al verlo sentí que mi corazón saltaba fuera del pecho, la adrenalina se propulsó por cada vena al reconocer, en esa quijada cuadrada y perfil varonil, al indicado.

El neutralizarlo no fue tan difícil como podría suponerse. Bastó con seguirlo hasta su gimnasio y cautivarlo con una sonrisa. Conversamos un rato y, pasados quince minutos, íbamos de camino a mi casa en la periferia de la ciudad.

No bien había atravesado el marco de la puerta, el aspirante a amador ya estaba deshaciéndose de su playera, mas el proceso fue interrumpido por un fuerte golpe en la cabeza. El tipo cayó al piso con la tela cubriéndole el rostro y dejándole con los brazos estirados, tiesos y con los dedos torcidos.

Seguramente su despertar fue… confuso. Incapaz de moverse, salvo el cuello en unos cuantos grados. A su vista, sólo mis pies, el suelo y las patas de una silla. Luchando por respirar, con la nariz tapada por la sangre y la boca por una mordaza; sin poder gritar. Lo había atado de las cuatro extremidades a una mesa fijada a la pared, en diagonal; una humilde recreación del potro medieval de la que me siento orgulloso.

Empecé por torcer sus ataduras hasta escuchar el tronido del tobillo. Quería experimentar con sus intentos de alaridos, sus lágrimas de dolor y frustración, pero el resultado no me satisfizo por completo. Entonces me hice con unas pinzas de mi caja de herramientas y así, sin preámbulos e ignorando los gemidos que el pobre diablo intentaba pasar por súplicas, le corté un dedo del pie izquierdo.

¡Eso es lo que buscaba! ¡Ah! Ese dulce aullido que logró romper las fibras de la mordaza. Su pantalón se oscureció por la orina y pude oler el miedo y la rabia en ese líquido.

Cambié las pinzas por un bisturí y enseguida se lo puse en frente de la nariz. Sus pupilas se abrieron como la lente de una cámara, el horizonte de eventos de un agujero negro. Cada poro de su piel hizo lo mismo; el sudor, las hormonas, el gas en los intestinos. Acerqué el exacto al abdomen y mi mano tembló ante el vacío creado por la contracción de sus músculos, en un reflejo para evitar el corte. Pero fue la ropa la que abrazó el filo de acero; y el desgarre de la camisa se fundió con el gemido de auténtico terror. Por fin ese Adonis se había dado cuenta de la magnitud de lo que ocurría.

En cuestión de segundos tuve ese cuerpo tembloroso completamente desnudo. Era increíble. Olía tan bien. No a pesar de la orina, la transpiración y las heces revolviéndose en el vientre, sino justo por esos elementos. Le tomé el pedazo de carne que colgaba entre sus piernas. Tenía buen tamaño considerando el miedo y la humedad que lo envolvía. Lo agité y quedé sorprendido. Incluso ante tal perspectiva de peligro, el miembro se hinchó hasta duplicar su longitud. Miré la expresión de mi compañero, curioso. Me desvió la mirada y apretó los párpados. Y en tal semblante adiviné la indignidad, el dolor emocional compitiendo con el físico… aunque no por mucho tiempo.

La erección retrocedió en el preciso segundo en que el helado filo lamió el esternón. Bajé los ojos para sonreír con el curioso efecto del pene arrugándose y los testículos retrocediendo hacia la cavidad del pubis. Mas mi respiración, cada segundo más agitada, y la saliva escurriendo por el mentón anunciaban que la hora del evento principal había llegado.

Cambié el ángulo de la cuchilla y dibujé una línea recta desde el pecho hasta la pelvis.

Ese delicioso líquido rojo, embriagante fluido vital; el éter que le da esencia al manto celestial, permitiendo la perpetuidad de su movimiento. Apenas sobresalía del corte y, aun así, saturaba mis sentidos con su metálico olor. Apresuré mis labios contra el vientre de ese fenomenal semental, penetrando con la lengua la hendidura de la piel que, acto seguido, se vio forzada por mis manos. Las tripas se desparramaron en el piso y el ácido vómito de bilis interrumpió el ahogado gemido del desgraciado. Un nuevo chorro de orina me alcanzó el muslo, con el cuerpo tan pegado al suyo. Y del otro lado, el gas y tres cortas exhalaciones de mierda. ¡Hermosa mezcla de esencias! Los humanos, en su absurdo refinamiento, no son capaces de apreciar la escala completa de olores naturales. Sólo las bestias y yo percibimos esas advocaciones de lo divino.

Pese al enorme gozo que mi olfato me daba, sentí la urgencia de complacer sin mayor tardanza al tacto. Y le di rienda suelta a los dedos dentro del abdomen de mi desfalleciente amigo. La vibración del estómago, el hígado palpitando. La tibieza, la viscosidad de tantos componentes que conforman el cuerpo.

Con la mano libre raspé, froté y rasguñé las nalgas manchadas de excremento; metí el dedo medio en el ano y rasqué el interior. En este punto, el sujeto ya había despedido prácticamente todas sus fuerzas. De hecho, me sorprendí que durara tanto con la mitad de los intestinos decorando mis mosaicos.

Corté la mordaza y de sus labios escapó únicamente un ronco suspiro. Metí la verga hinchada en el hueco abdominal. Con lentas oscilaciones me aproveché del palpitar interno. Por primera vez en la vida experimenté el placer mundano, aunque exacerbado, elevado por la Correspondencia. Me aferré a sus piernas y mis envites se volvieron furiosos. Con el aire de esa vida extinguiéndose, mi espíritu alcanzaba un nuevo nivel de concentración. Y antes de llegar al éxtasis, extraje el pene y le descargué tres chorros de semen en la cara.

Terminado el ritual, disfruté de otros cuatro orgasmos al cortar el cuerpo en ocho pedazos. Los enterré en distintas puntos boscosos de la ciudad, para que su transformación diera origen a nuevas formas de vida.

Para ser mi primer experimento, el resultado había sido aceptable. No obstante, queda mucho por descubrir y mi siguiente paso debe marcar el sendero que me conducirá hacia la trascendencia. Debe ser espectacular, debe permitirme vislumbrar en esos ojos quebradizos la verdad tras el arcano universal. Lo divino en lo humano y lo humano en lo divino. Porque así como arriba es abajo y como abajo es arriba. Yo soy el Caos, y el Caos es el Orden.

miércoles, 25 de marzo de 2020

El viento y la media noche


Te busqué. Desde el crepúsculo hasta el amanecer. Te busqué durante días, a sabiendas de que ya nunca te encontraría. Terco, marcaba a tu celular con la estúpida esperanza de escuchar tu voz de miel y, en vez, recibía ese odioso y fugaz chillido electrónico; te escribía mensajes, con la idea de que dejarías de ignorarme y me perdonarías. Me perdonarías por… ¿por qué? Por lo que fuera, por todo. Pero podríamos estar juntos aunque fuera un día más. Y, quizá, por ello vivo en una penumbra perpetua, sin permitirle a la Luna llegar siquiera a la medianoche. La miro y contengo el aliento, fija la vista en su pálida faz para ver si, junto a mi reflejo, ella también detiene la respiración. Un poquito más de tiempo para poder despertar a tu lado, bloqueando el fresco de la mañana con nuestros cuerpos desnudos, muy juntos.
Y, poco después de tu partida, comprendí algo que terminó por espantar el sueño de mis párpados y de mi alma. Aunque no importa. No es tan tarde. Todavía no es medianoche. Entendí que ya te había buscado durante años, incluso antes de estar consciente de tu existencia. Y el hecho de perderte tan pronto… el hecho de repentinamente perder la única razón por la cual seguir respirando, fue suficiente para destruirme. Sería suficiente para destruir a cualquiera.
Y esta noche, a las diez en punto, hace más frío que nunca. No quiero imaginar de lo gélida que llegará la madrugada. Con todo, intentaré dormir un poco, bien abrigado con tu recuerdo. Tres dedos de güisqui y un clonazepam sustituirán tus labios para el beso de las buenas noches.
Desperté. Para mi maldita suerte desperté. Y no digo esto por sufrir una absurda depresión, o por haber deseado que el cóctel de anoche me hubiera matado, sino porque estaba soñando algo maravilloso; confuso y casi carente de sentido, como suelen ser los sueños, mas no por ello menos hermoso y, en ese momento, tan real como la pluma deslizándose sobre el papel. Sólo yo con tu mano entre las mías y mis pupilas aferrándose a tus labios, y tus ojos orbitando mi rostro, y tu mejilla contra la mía. Primero en el jardín, luego en la casa de tu mejor amiga y luego en nuestra cama. Entonces un zumbido sonó desde debajo del colchón. Y subía. Hasta la colcha. Hasta la almohada. Pero tu santo recuerdo inmaculado impidió que de tus poros se escaparan esas moscas, o abejas, o luciérnagas. Me desperté con una respiración silbante, con un ronquido parecido al batir de las alas de un insecto.
Me lamenté por haberte perdido de nuevo, como cada que abro los ojos, aunque sea el lapso de un parpadeo. Con todo, un sorbo de güisqui me susurró, entre el ardor tras su paso por mi garganta, que algo bueno pasaría hoy.
Y así fue. Un detalle casi ínfimo, pero suficiente para mi corazón desesperado; la cantidad justa para no abandonar mi quimérica espera.
Llevaba ya cerca de una semana sin haber tocado un jabón. En parte por la desidia, por parecer demasiado largo el trecho entre mi silla frente a la puerta y el baño. En parte porque la oscuridad me impedía ver mi propia suciedad. Con todo, el olor de mi cuerpo ya me molestaba demasiado como para superar a la ausencia de ánimo.
Al salir de la regadera, el poco alivio obtenido con el agua tibia se esfumó, junto al mismo vapor que, en vano, intentaba protegerme del frío que rápido llegó a azotarme la espalda.
Tomé mi cepillo de dientes y froté con el antebrazo el cristal del espejo. No lo capté enseguida, al estar tan ensimismado en mi tristeza. Una fracción de segundo estuve a punto de desviar la mirada hacia el tubo de pasta. Pero al captar esa silueta tras de mí las pupilas dilatadas se fijaron en ella. Dejé caer el cepillo y se me hizo un hueco en el estómago. Sí, me asusté y no me avergüenza decirlo. Era natural, pues no te reconocí a primera instancia. Y de eso sí me culpo.
Puse la mano sobre el vidrio y, como un auténtico reflejo, la tuya se recargó sobre mi hombro derecho. Y a pesar del frío de la muerte, pude sentir la tibieza de tu amor. Sí. Tibio, sin llegar a ser caliente, abrasador, porque nunca lograste amarme tanto como yo a ti. Como todavía te amo. Y por eso es tan injusto que la Fortuna te llevara en lugar de a mí. Tú no hubieses llorado tanto mi partida, tú no desearías estar en mi lugar, tú no te desgarrarías la tráquea con cada bocanada de este aire helado.
Y aun así, esa mano sobre mi piel desnuda pudo hacer regresar a mí el deseo de continuar; de no querer dormir esta noche por esperar otra visita tuya,  aunque fuera tan fugaz, tan insatisfactoria, como la de hace un par de horas. De apartar de un golpe el frasco de comprimidos y aferrarme mejor a la botella de alcohol.
Diez y media de la noche y tengo otra confesión, con todo y la sospecha de que tú ya lo sabes todo. Me he pasado los últimos momentos de esta eterna noche viendo mis películas favoritas. No obstante, sin ti para comentarlas, para reír, para besar, el terror ya ha perdido su encanto. Aquel mi otro gran amor, mi pasión, mi dicha, ahora parece un tumulto casi insufrible de absurdidad.
No me malinterpretes. Sigo disfrutando al ver a una niña cuyo cuerpo ha sido invadido por demonios, un torso abierto en canal, un hombre decapitado, un aquelarre sublime de deliciosas brujas, una extraña presencia acosando a una pareja en una cabaña en el bosque. Lo aprecio y, en cierta medida, mi cariño por el género trascenderá. Pero ahora es… distinto. Se siente distinto.
Ese placer morboso por ver la sangre, la palidez de la muerte, el saberse una diminuta parte de la inmensidad cósmica se ha exacerbado y, al mismo tiempo, metamorfoseado en algo tan grotesco, que me asusta más que cualquier creación concebida por el genio de Providence, mi autor predilecto.
De por sí, siempre me he sentido presa de sentimientos violentos. Fantasías de carne y astillas óseas, contenidas por las imágenes demenciales de mis videojuegos y películas. Una terapia para, precisamente, sublimar la tentación de llevar mis impulsos a la realidad. Afortunadamente, el encierro tiene ese doble uso para que mi abstinencia no encuentre desahogo en una persona inocente.
Las once posterior a meridiano. Había logrado consolar el sueño, pero el rugido de un salvaje viento, junto a mis habituales pesadillas, me abrieron de golpe las pestañas.
No recuerdo mucho de mis sueños. Únicamente imágenes difusas. Fotografías. Escenas. Intermitencias. Cortes de edición. Tus ojos. Un pedazo de carne purulenta. Una chica atada en un sótano. Tus dientes blancos enmarcados en una sonrisa. Tus pechos danzantes por el balanceo del coito. Una sierra rebanando un torso. Al despertar, la funda de la almohada estaba empapada en lágrimas y sentía el pene dormido, seguro por una erección de horas y renuente a desinflamarse pronto.
Las uñas de la tormenta rascaban la ventana, iguales a las garras del cuervo, emisario de las noticias de muerte. Fui directo a la computadora, con la idea de expulsar la libido en unos cuantos suspiros. Luego de pasarme quince minutos en mis sitios pornográficos favoritos, la idea que tanto me esforcé por desviar de mi mente tomó el control de mis dedos.
Antes de darme cuenta, el navegador anónimo cargó un sitio de videos tabú. Me dejé llevar. Ultimadamente no le haría daño a nadie.
Un instante después, el pene, irritado por la cruel fricción de la mano, se hinchó hasta tocarme el ombligo. Con cada nuevo disparo a la cabeza de las personas alineadas y de rodillas, sentía el agradable cosquilleo en el tronco, el simiente recorriendo a toda velocidad las venas, mas aguantaba el orgasmo para prolongar el placer y el olvido. Sin dejar de agarrarme los genitales, tecleé por videos de ahorcamientos. Apuñalamientos. Decapitaciones. Un chorro blanco salió disparado como la sangre de la yugular y, no bien había terminado de lamerme los dedos, la incomodidad, la culpa y el desprecio por mi propia persona sustituyeron el arrebatamiento del éxtasis.
Me sentía humillado, con la clara sensación de que estuvieras viendo, con un gesto preparado en la cabeza para reprobar mis acciones. ¿Con qué clase de hombre terminaste tus días? ¿Cómo no pudiste ver al monstruo escondido tras esos ojos marrones, de profundidad hechizante? Porque las únicas señales con las que pudiste contar eran juegos con nudos de bufanda en la cabecera de la cama, o unos golpes cariñosos en las nalgas.
Mis reflexiones se interrumpieron cuando mi taza de café se deslizó unos centímetros por el escritorio y se reventó en el piso. ¿Eras tú? ¿Acaso me sentía observado por algo más que una fantasía de autocensura? El parpadeo en mi lámpara parecía apoyar dicha teoría. Y yo sonreí, olvidando mi pesar. La sonrisa no tardó en convertirse en una carcajada demencial. Debías ser tú.
Los muebles siguen moviéndose hasta ahora. Los cajones se abren; cubiertos y otros objetos cambian de lugar, la luz viene y va por intervalos y unos pasos a mis espaldas parecen acompañarme al ir por un vaso de agua. Y tu fantasma me impide caer de nuevo en tentaciones criminales, de hacerme daño, de hundirme en los fármacos, aunque el alcohol sigue dándole aroma a mi aliento.
Diez minutos para la medianoche y tengo el maravilloso presentimiento de que veré otra vez tu cara de ángel.
Los fenómenos pararon un rato. Y estuve a punto de caer en la desesperación, con el frasco de antidepresivos lanzándome miradas furtivas de seducción desde el buró. Daba vueltas por mi recámara, en una lucha entre la ansiedad de la abstinencia y el deseo por acabar de una vez por todas con el dolor, cuando una risita recorrió los muros de la planta baja e hizo eco en el techo, justo bajo mis pies.
No era tu voz. Llevaba mucho tiempo sin acariciar mis tímpanos con tu timbre delicioso, pero no había forma de olvidarlo. No era tu voz. El ruido subió por las escaleras. Me pegué contra la pared opuesta a la puerta y vi la sombra de unos pies por la ranura. No había puesto el seguro. El silencio en ese momento resultaba insoportable, mas cualquier cosa era mejor que el chillido del picaporte a punto de abrirse. “¡No eres tú!”, grité. La puerta permaneció cerrada y comencé a dudar sobre la naturaleza de las manifestaciones.
Por supuesto que ya había barajeado la posibilidad de que todo se tratara de mi mente. Un intento absurdo de darme consuelo, de sentirte todavía conmigo. Y ya me imaginaba a mí mismo caminando por la casa abriendo el clóset, azotando puertas, torciendo cuadros. Pero no. No se podía tomar en serio esa especulación.
Y por más poderosa que pueda ser la mente, aquella risa y la sombra bajo la puerta era ya demasiado. Está bien ser escéptico, pero igualmente es grave convertir la razón o la ciencia en un monopolio del pensamiento.
Permanecí pegado a la pared durante un par de minutos, francamente asustado. Si no hubiera estado seguro de que no era tu voz, hubiera salido corriendo a abrirte y aventarte a la cama. Sin embargo, en ese breve lapso me convencí que, con mi ardiente deseo de reencontrarme de alguna forma contigo, abrí un portal por el que pudo pasar cualquier ser con ansías por la vida.
El silencio volvió a reclamar el control de la atmósfera. Ninguna corriente de aire me permitía cargar los pulmones con el valor necesario para investigar lo acontecido. Cuando me atrevía moverme, abrí el armario y me estiré por la botella de vodka. La quemadura de la garganta se extendió hacia el estómago. Esto me ayudó a transmutar el miedo en furia. Alguien, o algo, se había atrevido a suplantarte en mi cabeza y convidarme de una idiota ilusión por la llegada de la noche.
Esa ira ciega me lazó fuera de la habitación. El pasillo oscuro me recibió con una solemnidad incongruente. Ningún olor o cambio de temperatura dio testimonio de la reciente aparición. Saqué el celular para ver la hora. Cinco para los doce. Al volverlo a guardar, una silueta esperaba que regresara la mirada al final del pasillo.
Estaba quieta, como si hubiera estado ahí desde la construcción de la casa, como si fuese una obra de arte de mal gusto adherida al muro. Tenía tu altura, tu figura y el largo de tu cabello, pero no alcanzaba a ver si tenía tus facciones. En esta ocasión no retrocedí. La posibilidad de que, en efecto, fueras tú, era suficiente para enfrentarme hasta con el mismísimo Azrael.
El fantasma, espectro o lo que fuera, no se movía. La claridad de la luna se filtró por la ventana de la escalera y le iluminó parcialmente el rostro. Tu pelo rubio y ojos verdes me convencieron de que todo este calvario estaba por concluir. Que pasara quien quisiera por el portal, siempre y cuando tú no te fueras sin mí. Nada importaba excepto eso.
Di un paso hacia ti y tus párpados se abrieron y tus ojos saltaron de las órbitas y tus pupilas se dilataron, como si vieras acercarse a un desquiciado en lugar de a tu novio. Me detuve, desconcertado ante tu reacción y con el temor de echar todo a perder. Pero incluso así, tu figura se desvaneció junto con los rayos lunares. En ese momento sentí mucho frío. Decepcionado, lleno de enojo, me regresé a mi cuarto.
Cerré la puerta con seguro. Me serví un vaso de vodka y abrí la ventana para disfrutar de un cigarrillo. La primera calada fue terrible. Me ahogué con el humo y tosí, lo que me dio ganas de vomitar, pero seguí fumando. A los dos tragos de vodka, arrojé a la calle el cigarro a la  mitad.
Al voltearme, tu mirada atenta me detuvo en seco. Un nudo se apretó en mi garganta a causa de la impresión, pero de inmediato me permití una sonrisa. Retrocediste hacia la cama, llamándome con los dedos. Al querer alcanzarte, aquella risa extraterrena me humedeció el oído. El vaso se me resbaló de los dedos y un fuerte jalón en el cuello me impidió llegar hasta ti.
En un reflejo, estiré los brazos, pero tú sólo me miraste sonriente, recostada entre las almohadas. Me llevé las manos al cuello y recorrí una soga bien apretada. Alcancé el nudo perfectamente hecho y te devolví la sonrisa. Después de unas cuantas pataleadas, pude reunirme contigo en el dulce sueño eterno. A la medianoche, con el rugido del viento rasguñando la ventana.

viernes, 1 de marzo de 2019

¡Salve Lucifer! La nueva cultura del diablo


Con la confirmación de la segunda temporada de la serie original de Netflix, El mundo oculto de Sabrina, el diablo  está, una vez más, en boca de todos.

El uso de esta escultura, le valió a Netflix una demanda
del templo satánico por 50 millones de dólares.

Desde que se formara una figura sólida del diablo, este personaje ha despertado en la gente tanta fascinación como miedo y, por supuesto, ha sido inspiración de incontables muestras de arte.

Desde El trino del diablo de Tartini (1713) en la música, hasta El aquelarre de Goya (1798) en la pintura. Satanás ha rodeado todos los aspectos de la cultura. Pasó de ser un sirviente de Dios para poner a prueba la devoción de los hombres, como en el libro de Job, a la máxima expresión de la maldad pura en El Apocalipsis, de San Juan.

En los días modernos, y cada vez con mayor frecuencia, se toma al diablo como una figura más curiosa que temible o, incluso, un símbolo de libertad y conocimiento.

En 1969 el fundador de la Iglesia de Satán (con su actual sede en San Francisco), Anton Szandor LaVey, publicó La Biblia Satánica. Este texto incluía los mandamientos de su nueva religión, el dogma y ritual de una nueva fe que convertía al humano en su propio dios.


El aquellare, de Francisco de Goya.

El satanismo simbólico de LaVey en realidad no cree en ningún dios ni en el diablo, mas toma el nombre de Satán como un símbolo de indivualidad y una forma de protesta en contra del cristianismo que, según el libro, limita al ser humano y lo esclaviza.

Mientras tanto, Michael W. Ford representa todo lo contrario. Como uno de los grandes representantes del luciferianismo moderno, este músico y autor estadounidense ha publicado 25 libros relacionados con el ocultismo y el sendero de la mano izquierda.

Esta doctrina sostiene que su dios Lucifer es un ser benévolo que le ha otorgado al humano el conocimiento y busca su evolución. Fuertemente ligado con el mito de Prometeo, los luciferinos plantean encontrar la divinidad en el hombre y la humanidad en lo divino.

Fuera del ámbito religioso, la industria del entretenimiento se ha valido también del morbo y la fascinación que despierta el ángel caído. El Exorcista, considerada la mejor película de terror de todos los tiempos, fue el primer filme que puso de moda la posesión diabólica como tema principal.

El bebé de Rosemary, El abogado del diablo, entre muchas otras, fueron algunas obras que llenaron las pantallas y las páginas con un enfoque interesante alrededor del diablo.

Ahora Netflix ha decidido arriesgarse también con este tema con series como la ya mencionada Sabrina o Diablero.

A lo antes mencionado, se le suma el nuevo documental de la directora Penny Lane, Hail Satan?, que explora la evolución del Templo Satánico en Estados Unidos.

Ya sea como un ser terrorífico que busca apoderarse de tu alma, o la figura objeto de devoción, el diablo está muy lejos de expirar como un gran tópico en las artes.

jueves, 24 de mayo de 2018

Cuentos de viejos


El sudor empapaba mi rostro como si recién lo hubiera sacado de un balde de sucia y fría agua; la mandíbula me dolía terriblemente a causa de la presión que casi reventaba mis muelas y mi mano izquierda se aferraba al edredón, mientras la derecha trataba en vano de contener la ira dentro de mi pecho.
Por supuesto que ahora, vista en retrospectiva esa extraña aventura, muchas veces una sonrisa tránsfuga se refugia en mis labios y me es grato contar la historia a mis amigos cuando nos reunimos a beber. Pero también he de confesar que el recuerdo de esa cara sobrecargada de vejez y malignidad me sigue acosando durante algunas madrugadas.
Contaba yo no más de doce años en esa noche de octubre. La lluvia espesó tanto que no permitía dar dos pasos sin bañar por completo a quien se atreviera a salir, obligándonos a mi madre, hermanos y a mí a enclaustrarnos por unas horas en casa de la abuela, y supe entonces que aquella velada sería cualquier cosa excepto ordinaria.

Los truenos cimbraban cada uno de los vidrios de la casa y el sonido de la lluvia parecía disimular el lamento de un ente primigenio mancillado por el olvido. La luz había escapado de la tormenta, por lo que media docena de velas acentuaban la pesada atmósfera en la sala de esa casona que siempre me había parecido tétrica. Mis dos hermanos y yo permanecíamos sentados en el piso, al pie de la antigua mecedora de mi abuela materna, igual que en los tiempos de antaño cuando toda la familia se reunía a escuchar con interés los relatos que rodeaban la construcción, edificada por el abuelo Francisco. Mi madre escuchaba desde una silla del comedor, un poco más atrás de nosotros.
De espaldas al gran ventanal que conecta con el jardín, la matriarca se mecía plácidamente al relatar por enésima vez la anécdota del pequeño gallinero que mantenían ella y su esposo en los primero años de habitar ese hogar; unas cuatro gallinas y sus muchos pollos saturaban el ambiente con el inagotable piar en la parte que ahora se ocupan el limonero y los nopales. Pero un buen día, el gallinero fue desinstalado. Lo interesante de esa narración es lo que ocurrió después: mi abuela y mi madre —que por esa época debía tener nueve o diez años— aseguraban que seguían escuchando el cantar de los pollos y, en la noche, mi madre entraba llorando a la casa diciendo que las gallinas le habían picoteado los pies.
Otra de nuestras historias favoritas era la de cuando el abuelo se le apareció a su viuda, aunque siempre dudamos de la veracidad de esta anécdota. La abuela se encontraba recostada, preparándose para dormir, cuando unos pasos en el pasillo llamaron su atención. Llamó a su otro hijo en voz alta: “¿Carlos? ¿Eres tú?”. Mas no obtuvo respuesta. Se quedó con la mirada fija en el marco de su recámara que permanecía con la puerta abierta, y alcanzó a ver una sombra proyectada contra la pared que, como si se percatara de que había sido descubierta, se dirigía lentamente hacia las escaleras. La anciana, intrigada y algo asustada, se levantó de la cama y salió al pasillo para encontrarse con su difunto marido en el primer escalón; con una mano sobre el barandal, daba medio perfil y veía directamente a quien fuera su esposa. Su rostro reflejaba el atractivo de sus mejores años, acentuado por la dureza de su mirada; vestía un traje café, camisa blanca y corbata negra. Parecía de carne y hueso, hasta que su imagen comenzó a disiparse como una fragante neblina.
Sin embargo, no todas las historias eran tan emotivas como la última o tan difusas como la primera. De hecho, algunas resultaban verdaderamente sobrecogedoras.
La abuela, consciente del papel que desempeñaba en aquellos momentos, dejó de mecerse, se inclinó hacia sus escuchas y narró con su aguda voz acerca de las extrañas apariciones de una vieja que recorría  el jardín. Ni ella ni mi madre podían dar cuenta de la identidad de aquella mujer, ni de las razones por las que vagaba con lentitud entre las macetas y los árboles de chile. A veces parecía detenerse a oler las flores y acariciar las hojas, para que a la mañana siguiente éstas recibieran marchitas la luz del sol.
Entonces un aterrador recuerdo me nubló la vista, sentí la sangre agolparse en las venas de mis sienes y las orejas se me calentaron. Ya había visto a la vieja, meses antes de tener idea sobre el relato que acababa de escuchar. Fue una madrugada, uno de los primeros desvelos verdaderos de mi vida, cuando iniciaba a interesarme en las cuestiones espirituales, refinadas durante siglos. En esos días era inmaduro e imprudente, y no sabía lo que estaba haciendo.
Había jugado con la tabla desde las diez de la noche, maravillándome inocentemente con la increíble coherencia de las frases formadas, ya fuesen trucos del cerebro o auténtica intervención extraterrena; y, más o menos a las dos de la madrugada, escuché un extraño sonido proveniente del patio de atrás, que conecta con la casa de la abuela por medio de una puerta en el extremo del muro posterior. Admito que mis nervios estaban algo alterados por la naturaleza de la actividad que desempeñaba en ese instante. También sé del gran poder de la mente. Sin embargo, algo en mi interior y la nitidez misma de la escena me dicen que lo que vi era real.
Por una fuerza imposible de explicar, que ha de ser la misma que lleva a los protagonistas de las películas de horror a precipitarse a un destino fatídico —eso o mera estupidez—, me levanté de mi banco y caminé sin prisa hasta la ventana. Mi alma ya preveía lo siguiente y tal vez por eso pude soportarlo con entereza, si bien el episodio dejó su huella en mí. Jalé la cortina apenas lo suficiente para poder ver hacia el exterior, y fue ahí que la pude ver con la misma claridad con que estoy viendo la pantalla de la computadora. Una anciana encorvada en medio del jardín de la abuela; llevaba un vestido blanco con bordes que se arrastraban por el suelo y un chal negro le cubría la cabeza. Se detuvo frente a los rosales y se agachó para tomar una flor. Y así, desde esa posición, giró y levantó la cabeza hacia mí. Nunca he experimentado una sentimiento de vacío tan profundo como el de aquel día, y a la fecha me pregunto qué mano me sostuvo para que no cayera inconsciente en medio de mi alcoba. Daba la impresión de que la señora —si es lícito llamarle así— era completamente calva, con la frente surcada por largas y ondulantes arrugas; los ojos y la nariz eran sólo orificios, y en los labios se le dibujaba la sonrisa más perversa e inhumana que sea posible imaginar.
Presa del pánico, solté la cortina y di unos pasos hacia atrás. Sentía un nudo en la garganta que pensé me ahogaría de tan apretado; las lágrimas, que tan desesperadamente querían salir de mis ojos, eran reprimidas por mi agitada respiración. Con la cabeza dándome vueltas y sintiendo que en cualquier momento el espantoso espectro vendría por mí, aventé la tabla debajo de la cama y salí del cuarto para correr lo más callado que pude hasta el de mis padres. Ahí me senté en el suelo a la espera del amanecer.
Ahora, el cuento venía a destrozar mis pocas esperanzas de que aquella visión fuera sólo un producto de mi mente maleable. Mi abuela se enderezó en su asiento, satisfecha del efecto que había tenido sobre su pequeño auditorio. Mi hermano sonreía, encantado por la siniestra historia que acababa de escuchar, mientras mi hermana, perpleja, mantenía la boca abierta. La tenue luz de las velas había disminuido su intensidad hasta dejarnos casi a oscuras. La furia de la tormenta había amainado, convirtiéndose en una susurrante llovizna.
Pude escuchar a mi madre que se levantaba de la silla, y volteé a tiempo para verla retroceder con un gesto de miedo que deformaba su semblante. Volví la mirada al frente, con la odiosa certidumbre de que algo espantoso tendría lugar a continuación. Un rayo iluminó el cielo nocturno al otro lado del enorme ventanal, y el blanco fulgor plasmó en el empañado vidrio una cara… la misma cara de esa anciana, con cada rasgo, cada arruga dibujados por un dedo fantasmal. Un grito expulsado de mi garganta opacó el estallido del trueno; era un alarido que trataba de negar con su propia irracionalidad lo absurdo de aquella situación. La tenue luz de las candelas se desprendió de los pabilos para concentrarse como un aura espeluznante alrededor de la abuela. Levantó la barbilla y mostró una faz cargada de perversidad ajena, con toda su bondad y ternura arrebatadas. Mis hermanos y mi madre habían desaparecido en la oscuridad; estaba solo… solo con aquella maldita vieja.
Retrocedí arrastrándome con las manos, en medio de alaridos ahogados y sin poder apartar la vista de la aparición que se levantaba del asiento, sin hacer ningún ruido o siquiera mover la mecedora, que se quedó echada para atrás como si siguiera soportando el peso de la abuela. Quedé paralizado por el horror a ver la inconcebible altura de ese ente escupido por el averno; su cabeza cubierta por un arrugado velo negro rozaba el techo, sus manos marchitas con dedos chuecos igual a ramas partidas trataban de alcanzarme, pero los codos se negaban a estirarse, como si la artritis hubiera terminado por devorarle cada una de sus articulaciones. Sus cuencas vacías me miraban fijamente, y al fondo de esa negrura infinita percibí la verdadera tristeza y el auténtico pánico. Por primera vez en mi vida sentí que moría.
El espectro se llevó los dedos de gancho a su asquerosa boca deformada en esa sonrisa burlona y los empezó a chupar, a la vez que reprimía una carcajada que inflaba su pecho en espasmos violentos. Dio un paso hacia mí, estirando el brazo izquierdo el cual tronó como si sus huesos hubieran estallado. Un providencial hueco en el estómago rompió mi estado hipnótico al tiempo que hacía casi palpable el pavor que sentía. Me puse de pie a trompicones y comencé a correr, sin hacer caso de los golpes contra los muebles, con la risa ronca y grave que me despedía susurrándome al oído. Luego de algunos agonizantes segundos que parecieron extenderse hasta convertirse en horas, alcancé la puerta y me lancé al jardín.
No me importó que precisamente de ese lugar había surgido el infernal ente, y aun así a cada segundo esperaba verlo acuclillado entre las plantas, marchitando los flores con su degradante aliento, o que de un momento a otro sintiera su mano reumática desgarrándome el hombro. Percibía claramente una presencia que me seguía cada vez más cerca; la espina me hormigueaba hasta la pelvis y los escalofríos que la asolaban me hacían tener el ominoso pensamiento de que se trataban de los dedos helados de la decrépita mujer. Casi podía escuchar sus pasos tras de mí, avanzando a una velocidad inverosímil; me parecía oler su fétida respiración humedeciendo mi nuca. Alcancé la puerta de aluminio que comunicaba mi casa con la de la abuela y la azoté con tremenda fuerza. Por un instante sentí el alivio que da el hogar, pero esa calma era sólo el preámbulo de tormentos aún peores.
La evocadora penumbra y el silencio sepulcral, tan sólo roto por un lejano maullido que se asemejaba al llanto de un bebé, fueron los primeros indicadores de que la pesadilla estaba lejos de terminar. Temeroso por ese invisible presagio, avancé lentamente por el estrecho patio, extrañándome por que los perros no habían salido presurosos por la puerta para disipar mi miedo infantil. En cambio, sólo veía el inquieto resplandor anaranjado que iluminaba el umbral.
Me deslicé en la cocina iluminada por un par de velas sobre el desayunador, mismas que proyectaban siniestras sombras contra la estufa. Un lastimoso gemido me sobresaltó y me hizo voltear a la izquierda. Encontré a mi padre sentado en el mosaico y recargado contra el mueble del fregadero; abrazaba al pequeño perro mestizo que temblaba y chillaba sobre su regazo. No hubo necesidad de usar palabras para adivinar la causa de su lamentable estado, que había reducido su figura, entonces imponente, a la de un pobre niño como yo. Cuando levantó una de sus temblorosas manos, un dedo, tan chueco como el de la misma Muerte, apuntó hacia las escaleras.
De esa manera, y contra todo sentido de conservación, me vi obligado a asumir el rol que le tocaba a ese señor encogido en el piso. El miedo alojado en mis entrañas comenzaba a dejar la marca que hasta hoy me causa tantos dolores; el sudor y el frío luchaban por el derecho de poseer mi cuerpo, la presión en las sienes se volvió insoportable. La poca luz que iluminaba la cocina se perdía definitivamente justo al llegar al umbral que daba al pasillo a donde debía dirigirme ahora. No tenía caso retrasar por más tiempo un destino que parecía inevitable.
Avancé y me perdí en la oscuridad, como si las sombras me hubieran abrazado hasta convertirme en parte de ellas. Al girar medio cuerpo comprobé que había cruzado la entrada a otro mundo que, sin embargo, ocupa el mismo espacio que el nuestro; la cocina despareció dentro de las fauces de ese maldito plano astral, tragándose de igual manera a mi padre y a mi perro. El silencio era tan profundo que pude escuchar el eco del universo, el canto profundo y gutural de una gigantesca bestia que acecha en la infinidad y el angustiante chillido de sus celestiales emisarios. Según yo, no me había movido un centímetro desde traspasado el portal, mas al intentar proteger mis oídos de la espeluznante música cósmica, mi mano izquierda chocó contra el pasamanos de las escaleras. La penumbra cedió un poco al percibir mi mirada que intentaba llegar a la cima. La luz de la lámpara de mi cuarto estaba encendida.
Sí, el pequeño foco de cuarenta watts brillaba, indicándome el camino igual a una estrella distante ya extinta hace eones; alumbraba el pequeño buró, el piso de madera ya muy desgastado y un flanco de la cama. No alcanzaba a ver si esa funesta sombra me esperaba tras la puerta o cómodamente recostada sobre mis almohadas, pero —me estremezco al recordar— la certidumbre de que ahí estaba era la más insoportable tortura. Una respiración entrecortada, silbante, fue desplazando a la polifonía galáctica nacida del vacío conforme subía cada escalón hasta que sólo quedaron esas exhalaciones cancerígenas, y la luz disminuyó un poco su intensidad y se hizo más naranja.
Llegué al giro de la escalera, con lo que pude obtener una mejor vista de la recámara, con cada sombra simulando la figura altísima del espectro. Aún permanecía oculta la mitad, pero no fue necesario llegar al último peldaño. Mis sentidos se habían agudizado en ese breve lapso, y pude darme cuenta de que la respiración procedía de debajo de la cama. Por aquel resquicio, un par de ojos verdes de agua putrefacta de una laguna contaminada observaban mi avance. Una vez más me congelé, presa del pánico y con un golpe de mareo que me obligó a rasguñar la pared para no caerme. La cara de la anciana se dejó iluminar por el débil brillo de la lámpara, al mismo tiempo sus ojos se apagaron para volver a ser dos abismos insondables, mientras la cabeza se deformaba como el cuerpo de una rata al abrirse paso afuera de la cama. Sonreía triunfante, pues se dio cuenta de que al fin podría absorberme con su aliento a condenación. Mas su risa era sorda o, mejor dicho, en forma de silbido. Se arrastró hacia mí, con sus extremidades tronando y torciéndose de maneras espantosas. Cuando por fin estiró su mano para alcanzarme con su dedo en forma de guadaña, sólo pude apretar los párpados con todas mis fuerzas.
Me desperté con el sudor empapando mi rostro como si recién lo hubiera sacado de un balde de sucia y fría agua, la mandíbula me reclamaba la terrible presión que amenazaba con reventar las muelas y mi mano izquierda se aferraba al edredón con dedos que parecían garras, mientras la derecha trataba en vano de contener la ira dentro de mi pecho. Respiraba agitadamente, con un feo silbido saliendo de las fosas con cada exhalación. Y recordé con cierta nostalgia las noches en que la familia se reunía para contar historias sobre apariciones y fantasmas.
Bafumet Acene (México, abril del 2015)

martes, 12 de diciembre de 2017

Soñé contigo

Fue una noche extraña, no hay duda de eso. ¿Sabe? Absolutamente todo lo recuerdo como si se hubiese tratado de un sueño. Porque así empezó todo, como un sueño. Todavía aquí, con la certeza de estar despierto hablando con usted y luego de pellizcarme varias veces para convencerme de mi estado de vigilia, no puedo evitar preguntarme si sigo en un sueño; de esos en los que piensas haber despertado, pero no ha sido así en realidad. ¿Sabía que los hinduistas creen que existimos en la mente dormida de Maha Visnú? Sí, somos sólo un sueño de aquella advocación de la Divinidad. ¿Qué pasará cuando despierte? En fin, únicamente son ideas, dudas existenciales como cualquiera las ha tenido. Sé que lo ocurrido esta madrugada pasó en verdad y ahora debo afrontar las consecuencias. Sí, he rechazado tener un abogado presente porque no le veo el caso y no tengo ganas de negar nada. Muy por el contrario, señor, deseo contarlo todo con absoluta libertad; de esa forma usted podrá ocuparse de cosas más importantes y yo podré regresar a dormir.
Disculpe si me extiendo más de lo que usted quisiera, mas es necesario. Todo empezó, como ya dije, con un sueño particularmente coherente y lógico, por cierto, como casi ningún sueño lo es. Caminaba con unos amigos por una calle desierta y una suave lluvia nos caía encima. Tenía la idea de que regresábamos a casa después de una fiesta. Pese a que las gotas, al caer sobre la cabeza y escurrir por la cara, se sentían como frescos besos unidos al viento para diluir el alcohol en la sangre, yo sentía una rara aprensión  en el pecho, como si se tratara de un fatídico presentimiento. Al poco tiempo escuchaba ya únicamente mis propias pisadas reventar los charcos del pavimento y, al girar sobre mis talones, me encontré solo. El indefinible miedo se acrecentó en mis víceras. Ahora que lo pienso, y esto se lo comento a modo de confesión, es ese vago temor que siento cuando entra la noche y yo me encuentro fuera de casa, esperando el metro o el camión, desconfiando de cada individuo que pasa a mi lado o me lanza una mirada casual; una especie de paranoia de que en cualquier momento llegará algún imbécil a asaltarme y, al ver lo poco que puedo ofrecerle, me meterá una navaja en el vientre o me dará un tiro en el cuello. Qué muerta tan deshonrosa, tan sin sentido.
Como sea, ahí estaba yo, solo y con tan horrendo sentimiento. Decidí correr hasta encontrar un taxi, si no llegaría a pie a mi casa, pero lo importante era ir tan rápido como me fuera posible. Sin embargo, al levantar la cabeza para acelerar una visión funesta me dejo petrificado. Justo frente a mí, recargados contra un muro de ladrillos desnudos, estaban ellos dos. Ella, el amor de mi vida. Yo había sido también el suyo, según me había dicho en repetidas ocasiones con esa mirada tan tierna y profunda, con esa sonrisa de labios carnosos que parecían dispuestos en todo momento para un largo beso y de los cuales me era imposible apartar los ojos debido al impulso tan fuerte de devorarlos; con esa máscara de falsedad tan bien adherida a la piel. Él, el hombre sólo en el papel, el de la  mano de largas uñas, el de las frases de galán de secundaria y el de la billetera del amor y la amistad.
Seguro me miraban desde hacía tiempo, atentos a cada paso, a cada cabello sacudido por el viento. Oportunistas como siempre.
Al percatarse de que yo también los miraba estiraron el cuello y soltaron una risotada mostrando cada uno de los dientes. Parecía como si me miraran desde arriba, y eso me llenó de ira. Empero, caminé hacia un lado con la intención de alejarme de esa pareja de buitres como ya lo había hecho alguna vez, en el momento de la traición, con todo y el enojo, la impotencia y la ignominia que me hube de tragar; a pesar de la casi orgásmica sensación al apretar el mango de la navaja oculta en mi pantalón y visualizar la sangre, espesa y burbujeante, chorreando sobre mi piso cuando vi por última vez a ese sujeto. Debí aguantarme entonces, así como en el sueño. Y traté de alejarme, pero ellos avanzaban a la par mía, sin mover los pies o modificar sus expresiones, como si fueran parte del paisaje urbano. Sus risas acompañadas por los respectivos ecos rebotaban contra las casas y me abofeteaban, me arañaban, me desgarraban con la misma intensidad de antaño.
Ya no lo soporté más. Di un giro brusco y me dirigí a ellos con los puños apretados, dispuesto a confrontarlos. Parecían alejarse de mí aunque permanecieran quietos, así que aceleré. No obstante, apenas había dado dos pasos a ese nuevo ritmo cuando apareció a cinco centímetros de mí ese cobarde, con su mirada tan característica entre la soberbia y el ausentismo. Su cuerpo tan cerca del mío me provocó verdadero asco y una furia que me punzaba las sienes. Nos quedamos un par de segundos así, cara a cara, antes de que sintiera una cálida presión en el vientre seguida de varios picotazos. Como si se tratara de una escena gastada de telenovela o película, me toqué el estómago y llevé esa misma mano a mi rostro, impactado por la visión de la sangre. Y mientras caía, sin poder controlarlo e incapaz de comprender en ese instante el porqué, susurré el nombre de ella y pensé en sus labios y en su preciosa cintura.
Antes de tocar el pavimento, desperté. El sudor me cubría la frente y abundantes lágrimas habían humedecido la almohada. Pasados unos minutos comprendí por qué, cuando sentí de forma tan real cómo se extinguía mi vida, susurré el nombre de ésa. Es verdad que la extrañaba, pero no fue por eso; tenía bien en claro que a quien extrañaba era una idea, mejor dicho una divinización de alguien que no existía, pues la verdadera ella no era sino un esbozo desperdiciado de ser humano. No, susurré su nombre por mi necesidad de cierre, de obtener la tan esquiva retribución.
Me di una rápida ducha con agua fría para refrescarme. Me vestí como siempre, como si fuera la una de la tarde en vez de la una de la madrugada, y salí de mi casa. Era muy tarde para agarrar un transporte que no fuera un taxi, atravesaría zonas marginales y peligrosas de la ciudad, completamente solo, mas nada me importaba y sabía a la perfección que nada podría detenerme.
No tengo idea de cómo supe donde vivían, simplemente lo sabía… siempre he sido malo con las calles y direcciones, tengo una pésima ubicación y por lo mismo este misterio me resulta especialmente intrigante. Claro está que nadie me había facilitado el domicilio; mis amigos no lo sabían, los contactos en común no querían involucrarse y sus amigos, pues… Digo, debe haber una explicación lógica, no creo que lo haya adivinado ni es muy probable que alguna fuerza sobrenatural me haya guiado hasta allá. Tal vez lo investigué en algún punto de la vida y lo he olvidado. Antes sufría lagunas mentales cuando me enfurecía demasiado, ¿sabe?
En fin, el punto es que supe donde vivían, aunque el mayor misterio es el cómo también supe que no estarían en casa. Seguro no se trató más que de una coincidencia, pero, pensándolo mejor, creo que prefiero la fantasía de que en efecto tuve un sueño profético, una visión provocada por los suspiros de los ángeles de la retribución.
Así que abrí la cerradura con bastante facilidad y me escabullí en ese hoyo cargado con la peste de la lascivia y el enajenamiento que ellos llamaban hogar. Todo estaba desordenado, todo olía mal, incluso con los rastros de limpia pisos y el aromatizante en aerosol. Entré en la pequeña recámara, asqueado al pensar en las escenas que debían desarrollarse cada noche en ese colchón, y me senté en una esquina, entre un armario y una montaña de ropa sucia, y esperé.
No transcurrió mucho tiempo, quizá media hora. Un poco antes de que acabara la hora de las brujas.
Alcancé a escuchar parte de una breve discusión, seguro algo relacionado con el porqué uno de ellos había dejado la puerta sin llave. Enseguida unas pocas risas y un silencio prologado a varios segundos. Sentí de nuevo esa ira perforándome las sienes y haciéndome rechinar los dientes. No obstante, de igual manera sentí una intensa presión bajo los pantalones y un fuerte cosquilleo en todo el cuerpo. Noté que mi rodilla temblaba y hacía un ligero ruido de tamborileo con el pie; me sostuve la pierna con ambas manos y también comenzaron a temblar. Me sentía como si tuviera frío, pese a estar consciente de que era una noche más bien cálida. Aun así sudaba.
Pasaron algunos minutos. Oía su entrar y salir del baño, sus voces de ebrios. Mas no les prestaba atención. Necesitaba concentrarme en controlar mis temblores, permanecer en calma, masajearme las sienes, mecerme sin hacer ruido.
En cuanto entraron tambaleándose en la habitación, me pegué a la pared y me quedé completamente quieto, frío como un maniquí. No me vieron. Las sombras y la ropa me cubrían; aparte estaban muy ocupados besándose y acariciándose para reparar en mí, un insospechado espectador, un obligado vouyerista. Ahí tuve mi primera satisfacción, he de decirlo. Eran patéticos. Se podía adivinar que ese estado etílico era un hábito en ambos para compensar el precio que la traición nunca les pudo pagar. Sin embargo, nada puede llenar el vacío en un corazón anhelante de alma. Los besos y las caricias de ella eran los torpes y secos movimientos automatizados de una prostituta, y los de él estaban cargados de hartazgo y cinismo. Hacían su mejor esfuerzo por disfrazar dicha carencia de pasión, mas no tenían éxito. Sonreí, intentando reprimir una carcajada abierta. Ahora estaba seguro de tener una erección.
Su estado de ebriedad era tal que en ella noté ciertos gestos de náuseas, arcadas reprimidas, aunque tal vez se debían al hecho de tener que revolcarse con  un simio con  cara de sapo. Ninguno de los dos vomitó, sino que pasó algo todavía más penoso: se quedaron dormidos, así, a medio desvestir; ella en ropa interior y él con los pantalones puestos.
Salí de mi escondite, impresionado por mi propio sigilo, aunque en ese punto no creo que existiera fuerza capaz de despertarlos. Saqué el cuchillo de cocina de veinte centímetros que llevaba conmigo y caminé alrededor de la cama, rozando los bordes de la colcha con el filo, preguntándome cuál sería el primero.
Llegué hasta ella. Para ser sincero, no puedo decir que culpaba al pobre diablo de haberme robado a mi chica. Quiero decir, hubo un tiempo en el que yo habría hecho lo mismo. Él era soltero y no tenía razones para guardar ninguna lealtad a alguien que acababa de conocer hacía apenas unos cuantos meses, ni por qué sacrificar el placer de estar con alguien que, yo lo sabía perfectamente, pretendía ser tan maravillosa. Pero esa hipocresía de no decir las cosas de frente, de fingir amistad, de insistir en comprar afecto; esa cobardía al no poder sostenerme la mirada en nuestro último encuentro, el miedo reflejado en el temblor de su voz. Digo, era evidente que el tipo, a pesar de su cuantioso sueldo, quería ser como yo, pese a que lo único a lo que aspiraba era precisamente a quedarse con mi novia. Mas esos defectos resultaban imperdonables.
Siendo objetivos, la culpa recaía en ella, quien había cambiado cinco años de relación por un sueldo, quien había jurado amor eterno y que sólo me conservaba por confort o costumbre mientras se le presentaba la oportunidad de conseguir sus ambiciones mundanas. Ella era la responsable de mi sufrimiento, de mi depresión, de mi locura. Ambos conocerían la justicia del diablo, pero ella merecía un trato particular.
Levanté con el cuchillo su cabello y se liberó su fragancia. Recordé los muchos momentos mágicos a su lado, buenos y malos pero siempre especiales. La vista se me nubló por la añoranza, la tristeza y los celos. Esperé hasta recuperar la frialdad. Seguí examinando su cuerpo, redescubriéndolo. No había cambiado nada. Ahí seguía el tatuaje que dijo se hizo por mí porque yo ya era una parte de su vida grabada en tinta indeleble. Lo único nuevo era una cicatriz un poco abajo del tatuaje, en la cadera derecha. Reí sin poder evitarlo. No importaba. Lo único que ellos hicieron fue reacomodarse en la cama. Ese movimiento dejó a la vista el trasero de ella. No de grandes dimensiones, pero firme, carnoso y agradable al tacto. Su calzón de suave tela brillante y de color azul estaba un poco abajo, dejando ver el principio de las nalgas. La empujé suavemente para recostarme junto a ella. Besé su hombro, haciendo a un lado la liga de su brassier; recorrí su adorada cintura con la punta de los dedos y los reposé en el bajo vientre. Por un momento la situación se re contextualizó y regresé un año en el tiempo. Los dos en mi cama, acurrucados, besándonos antes de dormir, cuando el mundo se detenía para que yo, por unas pocas horas, pudiera ser feliz. Sabía que eso se había acabado y no regresaría jamás, excepto por esa última vez; una última vez en la que desearía que el amanecer no llegara nunca.
Olí su cuello y acaricié el borde de sus labios antes de bajarme los pantalones. Ella giró la cabeza y entreabrió sus grandes ojos. No sé si, en medio de su borrachera, creyó que yo era su novio o si entre sueños reconoció mi rostro, recordó lo que llegó a sentir por mí y se dejó llevar. Me besó con una pasión auténtica y su aliento me invadió todo el cuerpo. Quería voltearse hacia mí, pero no la dejé. Me aferré a sus nalgas y, apartando su ropa interior, la penetré. Mi boca se negaba a separarse de la suya y las lenguas se entrelazaron en un desesperado abrazo, igual de desesperado que los envites de mi cadera o mis ruegos para que no me abandonara. Sostuve con las manos esos pechos de perfecto tamaño y marcados por las mordidas. Ella comenzaba a gemir demasiado fuerte. La parte baja de su cuerpo intercalaba movimientos lentos con rápidos, pero siempre circulares y profundos. Tiré de su cabello sin soltar el cuchillo y ella se retorció y gritó de placer. Él ya estaba despertando. Maniobré hasta quedar encima de mi amada y, con un movimiento veloz, clavé el filo en el estómago de ese maldito. Los dos entonces se dieron cuenta de lo que ocurría. Ya era demasiado tarde.
Perdone si ahorita hablo demasiado rápido y me trabo, pero me cuesta trabajo no exaltarme, ¿entiende? Tampoco puedo dejar de sonreír al recordar esa escena. Fue maravillosa. Totalmente maravillosa.
Con el peso de mi cuerpo evitaba que ella se librara de un abrazo cada vez más delicioso; su lucha se limitaba a contorsiones del torso y pataleos que me producían un goce sencillamente indescriptible. Y a eso se le sumaba la increíble satisfacción de apuñalar una y otra vez a ese miserable, tal y como él lo había hecho, sólo que yo no lo apuñalaba por la espalda.
Cuando me hube hartado de casigarlo, él hacía rato que había dejado de moverse para volver a dormir, pero ella seguía retorciéndose y yo estaba a punto de acabar. La luz matutina no tardaría en filtrarse por la ventana y los gritos a esas alturas debían de haber atraído la atención de alguien. Le halé el cabello y pegué mi mejilla a la suya; con el brazo del cuchillo apreté su cuello hasta ahogar sus gritos, nada más sobrevivieron gemidos, extraños habitantes de la frontera entre el dolor y el éxtasis. Continué embistiéndola frenéticamente y le susurré al oído: “yo siempre te amé sinceramente. Que sueñes conmigo”. Recogí el brazo que rodeaba su cuello de ninfa y la cuchilla abrió su garganta. Entonces terminé.
Me quedé mirando mi obra. Todo lo que ella había sido, real o ficticio, positivo o negativo, ya no sería de nadie sino mío y ya no habría forma de derribar o siquiera manchar su pedestal. No opuse resistencia cuando sus colegas me encontraron, ni dije una sola palabra hasta que me  permitieron hablar con usted. No fue una madrugada fácil, pero por fin ha amanecido. Ahora tiene todo lo que necesita. Puede permitirme regresar a dormir. Mi cometido en esta vida ha sido cumplido y ya no tengo nada más por hacer. Agradezco su interés y paciencia. Buenas noches.


miércoles, 1 de febrero de 2017

Muñecas de carne

Los viejos dioses no son tan distintos del que ahora gobierna el mundo con un báculo torcido; a ellos igualmente les gusta mirar y divertirse con el absurdo de la vida humana, anhelan la adoración de sus creaciones y se alimentan de quienes aún les entonan cantos de alabanza. Los antiguos dioses no han muerto, pese a los grandes esfuerzos de la cruz por sembrar ese pensamiento en la mente de la gente. Ellos aún nos observan desde alturas inconcebibles, donde el bien y el mal se funden en el éter que sostiene el universo.
Justo ahora la visión se fija en un edénico bosque corrompido por la ambición del hombre, con sus manantiales de agua cristalina, sus árboles de coníferas y su gran variedad de vida silvestre condenados a sufrir la erosión antinatural provocada por ruines empresarios que lo han transformado en un sitio turístico. Es así como centenares de personas contaminan los pocos recursos naturales restantes en este bello país, estúpidamente convencidos de que se han embarcado en una experiencia que los acerca a su lado silvestre. Familias enteras pululan entre la alfombra de hojas secas que cubre la tierra fértil, atrapan sapos o buscan leña para la fogata de la tarde; algunos se refrescan en los estanques y otros patean un balón en un gran claro donde el césped forma un inclinado campo de juegos. La zona de campamentos termina cerca de un hermoso y tranquilo lago, en cuyas orillas flotan algunas botellas de cerveza o bolsas de frituras. Más allá de la basura sus ligeras olas lucen un azul profundo que invita a sumergirse en ellas. Las últimas lanchas regresan de los recorridos vespertinos, pues en la otra orilla descansan las ruinas de una ciudad prehispánica, de una civilización casi desconocida para los historiadores, y los espíritus de sus antiguos habitantes se retuercen de ira al ver cómo se mancillan sus más sagradas costumbres de adoración a la tierra y a toda criatura viviente.
El viento nos lleva hasta la zona de campamentos. Ahí se encuentra instalada una familia de clase media-alta, en medio de un escape de la vida urbana, agobiante por el trabajo en la empresa y la escuela, donde se educa para todo excepto para enfrentarse realmente a un mundo cada vez más cruel. Y ellos, a diferencia de la multitud a su alrededor, sí lograrán pasar por una experiencia que los conectará con las fuerzas de nuestra madre Naturaleza.
El padre batalla con el carbón renuente a encenderse para iniciar con la cena; la madre descansa recostada sobre un camastro plegable, ahora es su turno para permanecer indiferente a las dificultades de la cocina. La corriente en estos momentos ha bajado dramáticamente su intensidad, al punto de casi ausentarse por completo, y cuesta trabajo localizar el olor de las dos hijas de ese matrimonio, cuyos matices de dolor se pierden al contemplar ese par de joyas con idéntico esplendor que impiden la muerte de un amor ya algo oxidado. Por fin se descubren dentro de un manantial, no lejos de su tienda; habían estado bajo el agua, entregadas a inocentes juegos. Cabelleras castañas y lacias, cuatro ojos color miel, narices diminutas, dentaduras incompletas por la caída de los deciduos, pero que no demeritan dos sonrisas cautivadoras. Las mellizas prometen infinidad de preocupaciones a sus parientes por la perfección de sus encantos.
Su aroma es fuerte ahora que han salido del agua, pues las gotas secándose con el aire se llevan consigo parte de su esencia, y sus atributos se ven resaltados por las esporas de los pinos, la humedad de la tierra, las plumas de distintas aves. El humo del asador apenas comienza a dispersarse, por lo que la dulzura de la carne asada —junto a la de sus diversas guarniciones— aún está lejos de alcanzar esas sensitivas narices. Las pequeñas secan sus cuerpos, se calzan y, luego de pedir permiso a su madre, deciden ir a explorar un poco el lugar. El sol ya desciende por la bóveda celestial, con la luz rojiza impregnando el bosque con una atmósfera evocadora de los fuegos primigenios. En el lago, las últimas lanchas arriban al muelle y los turistas baja a tierra, con la satisfacción dada por la creencia de haber tenido un acercamiento espiritual a épocas remotas.
Las hermanas avanzan corriendo entre la gente que arma sus casas de campaña o beben una cerveza fría, ya que el clima tan agradable invita a ese refresco. Ya han salido de la zona de acampar y ahora brincan entre las rocas, más cerca del lago. Caminan por la orilla bastante rato, alejadas por completo de cualquier otro vacacionista; solamente un par de ojos entre los árboles, arriba en el bosque, siguen sus pasos. Un bote pequeño flota solitario a escasos metros de ellas, se balancea de forma extraña, como si quisiera imitar el movimiento del cuerpo en un gesto incitante. La madre se ha levantado para buscar a sus hijas, la cena está lista; voltea a un lado y al otro hasta vislumbrar en la lejanía dos siluetas avanzando peligrosamente cerca del agua. La bella señora se lleva una mano a la frente y se dispone a correr hacia esas diminutas figuras, mas unas risas de niña llevan su atención hacia el lado contrario. Entonces, sonríe satisfecha.
Las mellizas suben al bote de madera que detiene su bamboleo y se inclina a un lado para permitirles el abordaje. Inician con un simple juego de marineras que parten hacia una tierra desconocida, repleta de peligros y misterios. No son las típicas chicas que juegan con muñecas todo el tiempo, sino las hijas de una nueva época. En medio de la fantasía, no se percatan cuando un aire fresco, cargado de una brisa aromática y guiado quizá por una conciencia innominable, las va a empujando lago adentro. Cuando por fin se dan cuenta, la barcaza navega muy alejada de la playa. Sin embargo, ninguna de las dos se asusta; en cambio, entrelazan las manos y se sientan en la banca para contemplar un paisaje que, ahora visto bien, supera al de su aventura imaginaria. El cuadro es fantástico porque no hay vista hacia atrás, hacia la zona corrompida por la plaga humana. No, ellas sólo ven frondosos árboles a un lado, saludando su paso con las ramas, un conejo se acerca a la arena y observa el barquito pasar; el agua también está invadida por la vida: a través de la superficie increíblemente cristalina se alcanza a ver el fondo cubierto por las algas que apenas dejan apreciar la arena, peces y cangrejos de agua dulce batallan por un espacio libre; y al fondo se van descubriendo poco a poco las majestuosas ruinas de piedra.
El bote toca tierra firme cuando los últimos rayos del sol todavía luchan por abrirse paso en esa fortaleza parcialmente olvidada, lo que tiene como resultado una iluminación perfecta para regresarle un poco de la magia perdida con los años. La hiedra cubre una enorme extensión de terreno, trepa por los muros ciclópeos y forma coronas en los techos de las primeras construcciones que reciben a las niñas. Son como casitas, piensan ellas, que rodean una gran muralla, como en las películas de princesas; quizá, tras ese muro se encuentre el castillo de los reyes, con la hermosa princesa esperando la llegada de su amado. El rojo crepúsculo tiende una alfombra sobre el camino hacia el estrecho umbral que atraviesa la muralla. Dos estatuas custodian esa única entrada; la luz, el polvo, la atmósfera en su conjunto y la imaginación excitada de las pequeñas parecen conferirles movimiento a los guardianes, quienes, con movimientos cortos y torpes a causa de su largo sueño, invitan a las gemelas a entrar. Ellas avanzan, apremiadas también por la voz del viento.
Se han internado en una pequeña ciudad que, sin embargo, luce impresionantes edificios con figuras imponentes, como los centinelas de la entrada, mas esta vez tallados sobre la roca llana, en bajos y altos relieves. La luz se debilita a una velocidad cada vez mayor; ya la mitad del firmamento se ha bañado con violeta  y las sombras fruncen los cejos de las esculturas, giran las cabezas para seguir el paso tímido de las dos princesas que se dirigen al edificio central. A medida que se acercan, la voz del viento toma una forma más definida; ya no es aquel distante eco con matices musicales de hace unos minutos; ahora se distinguen las sílabas a la perfección y el tono se ha vuelto más tierno, resuelto y apremiante. Las chiquillas, todavía en ese trance provocado por la dulce voz, no se sueltan de las manos y apenas siguen prestando atención a la magnífica arquitectura alrededor de ellas. La fantasía que inició como un simple juego ha trascendido la frontera no muy definida de sus mentes y ahora se ha perdido el poco sentido —si alguna vez lo tiene algún divertimento infantil— de su pequeña aventura. Han dejado de pensar en lo que hacen, en su familia, en el lugar donde se encuentran; lo único que saben es que les alegra estar juntas y que nunca se quieren separar. Sus dedos se entrelazan con mayor fuerza.
El edificio principal, justo en medio de la ciudad, es una construcción rectangular, la de menor altura en todo el complejo, pero que lo compensa ampliamente en longitud. Pese al paso del tiempo y la crueldad de la intemperie que han erosionado las esquinas y triturado algunas rocas, la edificación luce espléndida, como rodeada de un aura protectora que la hace brillar.
Por momentos, breves espejismos se les presentan a las hermanas para mostrarles la original magnificencia de la estructura de infinitos custodios labrados en las columnas: de pronto los bloques de piedra se visten con un recubrimiento misterioso, las estatuas que sostienen el techo como los gemelos de Atlas lucen su piel color de trigo, sus tocados dorados levantando el cabello negro y sus ropas marrones y blancas con abundancia de adornos policromáticos; los muros contienen extraños caracteres nunca vistos por esas dos tiernas visitantes y, en su ignorancia, las escenas y mensajes labrados allí, en el único segundo que se detienen y recuperan parte de conciencia para admirar esa visión, les recuerdan el libro del Antiguo Egipto que su papá les regalara en su cumpleaños pasado. Y, tan inesperadamente como ha llegado, la ilusión se esfuma, y queda tan sólo el palacio viejo, en ruinas cubiertas de hiedra, con la noche expandiendo los pétreos flancos, la gran entrada en cuyo interior danzan sombras. Entonces dudan por primera vez, sienten verdadero miedo. Pero no se detienen. La fuerza que las guía sobrepasa su voluntad, y, a decir verdad, pese al miedo, no pueden contener tampoco esa curiosidad infantil que hace perder toda prudencia. Se internan en las penumbras, únicas habitantes vivas en ese sepulcro de peligrosos arcanos.
En este punto, los espejismos se vuelven más duraderos, intercalando con la negrura apenas cuarteada por los débiles rayos lunares, hasta sustituir la realidad perceptual. Esto pasa al mismo tiempo en que la voz, percatada de la reticencia de las niñas a continuar el trayecto, cambia el tono por uno que les recuerda a su mamá; las tranquiliza, y el tono baja un poco más, le asegura que no hay nada por qué temer y luego las gemelas descubren la voz de una niña de su edad. Varias piras se encienden e iluminan unos muros sin espacios desnudos de tantas escenas reproducidas en ellas; líneas azules y rojas adornan la unión entre paredes y techo, éste último labrado con cientos de caras adornadas con aretes, púas en los labios y especies de diademas doradas. Las pequeñas piensan en una casa de la risa al avanzar por esa estancia atascada de columnas. La voz se vuelve más clara y fuerte hasta casi convertirse en un grito que rebota en esa amplitud, y los ecos actúan como un psicotrópico en la mente de las visitantes. Se comienzan a marear, pero sus manos siguen entrelazadas; todo a su alrededor da vueltas, se vuelve nebuloso, como si su mirada fuera cubierta por papel translúcido. No obstante, siguen avanzando.
No se sabe cuánto tiempo llevan caminando, pero no puede haber pasado mucho desde el comienzo de la aventura, pues, en la distancia, fuera de la ciudad, ningún campista se ha metido a dormir. Mas a las hermanas les parece que han transcurrido horas y horas. No sienten las piernas, parece como si avanzaran flotando, sus párpados pesan. Sienten una gran frustración de que toda la gran experiencia parece resumirse en una larga caminata con uno que otro golpe de emoción, y la gran mayoría del asunto resultó promesa tras promesa que esa voz emitía sin llegar a consolidar ninguna. La voz conoce sus pensamientos compartidos y se limita a sentenciar únicamente lo siguiente: “las cosas que valen la pena tardan en llegar”, seguido de una risita aguda.
En efecto, su espera ha terminado. Llegan al final de esa enorme estancia, voltean un segundo y apenas alcanzan a ver un pequeño cuadrado de luz, que es por donde entraron; al regresar la mirada, frente a ellas se levanta una reja de madera petrificada bloqueando el paso a una pequeña habitación. La voz proviene del otro lado; no queda ninguna duda, la escuchan fuerte y claro. Dos piras, al fondo de ese cuarto, se encienden e iluminan un gran altar de piedra, carente de más adornos a excepción de un par de vasijas, una a cada lado. Arriba, la entidad a la que está dedicado. Un alto relieve de una cabeza, de cuyos labios plasmados en un gesto como de alguien silbando se escapa un aire cargado de variados aromas. Las facciones, los colores y todo el conjunto desencajan en el estilo generalizado de la ciudad. No se trata de un indígena. Tiene el cabello rojo, como la cresta de un gallo, arreglado en dos trenzas sujetas por moños azul cielo; una frente pequeña atravesada de lado a lado por pequeñas inscripciones que parecen cicatrices; nariz griega, simplemente; barbilla un tanto puntiaguda, al igual que las orejas. Sin embargo, lo más extraordinario son los ojos carentes de cejas, aunque coronados por largas y separadas pestañas, dos globos casi perfectamente redondos, con enormes pupilas negras en cuyos centros se alcanzan a distinguir dos diminutos agujeros. A las hermanas, esa cabeza les recuerda a una muñeca de trapo.
Es la escultura quien les ha estado hablando para guiar sus pasos; ahora sus pupilas parecen fijas en ellas, y de sus labios se escapa una risita con olor a madera. Las ha estado esperando por largo tiempo. Sin saber por qué, las gemelas intercambian una mirada que les trae un recuerdo extraño y fuera de lugar: hace un año ambas jugaban en la sala de su casa, bajo la antipática y vidriosa mirada de su padre; saltaban entre los sillones y una de ellas entonces exclamó, equilibrando en el respaldo del sofá: “Mira, papi, me voy a aventar de un edificio”, y así lo hizo, seguida de su hermana, que no paraba de reír.
La diosa —o lo que sea eso— las regresa a la realidad. Ha esperado largo tiempo por ellas, en esa solitaria casa, sin nadie con quien jugar. Pasen, pueden divertirse un rato con ella, que también es su hermana. De pronto, ambas se dan cuenta que, efectivamente, esa chicuela tallada en el muro, que da la impresión de que en cualquier momento sacará las manos y se impulsará hacia fuera, tiene un gran parecido con ellas. De nuevo la voz aguda satura la habitación y sumerge a las pequeñas en un estado de conciencia alterada. Sí, debe ser su hermana. Los barrotes de la reja se quiebran, tuercen, revientan, para dar paso a esta reunión familiar. Los dos agujeros en las pupilas de la diosa se iluminan con un brillo esmeralda. Pasen a jugar, ha pasado tanto tiempo, ya nadie las separará. La pétrea boca se abre, dejando caer un fino polvo; una luz blanca que ciega al instante cubre a las gemelas mientras avanzan hacia esa gran boca.

Del otro lado del lago, una familia de cuatro asa bombones en una fogata.