jueves, 24 de mayo de 2018

Cuentos de viejos


El sudor empapaba mi rostro como si recién lo hubiera sacado de un balde de sucia y fría agua; la mandíbula me dolía terriblemente a causa de la presión que casi reventaba mis muelas y mi mano izquierda se aferraba al edredón, mientras la derecha trataba en vano de contener la ira dentro de mi pecho.
Por supuesto que ahora, vista en retrospectiva esa extraña aventura, muchas veces una sonrisa tránsfuga se refugia en mis labios y me es grato contar la historia a mis amigos cuando nos reunimos a beber. Pero también he de confesar que el recuerdo de esa cara sobrecargada de vejez y malignidad me sigue acosando durante algunas madrugadas.
Contaba yo no más de doce años en esa noche de octubre. La lluvia espesó tanto que no permitía dar dos pasos sin bañar por completo a quien se atreviera a salir, obligándonos a mi madre, hermanos y a mí a enclaustrarnos por unas horas en casa de la abuela, y supe entonces que aquella velada sería cualquier cosa excepto ordinaria.

Los truenos cimbraban cada uno de los vidrios de la casa y el sonido de la lluvia parecía disimular el lamento de un ente primigenio mancillado por el olvido. La luz había escapado de la tormenta, por lo que media docena de velas acentuaban la pesada atmósfera en la sala de esa casona que siempre me había parecido tétrica. Mis dos hermanos y yo permanecíamos sentados en el piso, al pie de la antigua mecedora de mi abuela materna, igual que en los tiempos de antaño cuando toda la familia se reunía a escuchar con interés los relatos que rodeaban la construcción, edificada por el abuelo Francisco. Mi madre escuchaba desde una silla del comedor, un poco más atrás de nosotros.
De espaldas al gran ventanal que conecta con el jardín, la matriarca se mecía plácidamente al relatar por enésima vez la anécdota del pequeño gallinero que mantenían ella y su esposo en los primero años de habitar ese hogar; unas cuatro gallinas y sus muchos pollos saturaban el ambiente con el inagotable piar en la parte que ahora se ocupan el limonero y los nopales. Pero un buen día, el gallinero fue desinstalado. Lo interesante de esa narración es lo que ocurrió después: mi abuela y mi madre —que por esa época debía tener nueve o diez años— aseguraban que seguían escuchando el cantar de los pollos y, en la noche, mi madre entraba llorando a la casa diciendo que las gallinas le habían picoteado los pies.
Otra de nuestras historias favoritas era la de cuando el abuelo se le apareció a su viuda, aunque siempre dudamos de la veracidad de esta anécdota. La abuela se encontraba recostada, preparándose para dormir, cuando unos pasos en el pasillo llamaron su atención. Llamó a su otro hijo en voz alta: “¿Carlos? ¿Eres tú?”. Mas no obtuvo respuesta. Se quedó con la mirada fija en el marco de su recámara que permanecía con la puerta abierta, y alcanzó a ver una sombra proyectada contra la pared que, como si se percatara de que había sido descubierta, se dirigía lentamente hacia las escaleras. La anciana, intrigada y algo asustada, se levantó de la cama y salió al pasillo para encontrarse con su difunto marido en el primer escalón; con una mano sobre el barandal, daba medio perfil y veía directamente a quien fuera su esposa. Su rostro reflejaba el atractivo de sus mejores años, acentuado por la dureza de su mirada; vestía un traje café, camisa blanca y corbata negra. Parecía de carne y hueso, hasta que su imagen comenzó a disiparse como una fragante neblina.
Sin embargo, no todas las historias eran tan emotivas como la última o tan difusas como la primera. De hecho, algunas resultaban verdaderamente sobrecogedoras.
La abuela, consciente del papel que desempeñaba en aquellos momentos, dejó de mecerse, se inclinó hacia sus escuchas y narró con su aguda voz acerca de las extrañas apariciones de una vieja que recorría  el jardín. Ni ella ni mi madre podían dar cuenta de la identidad de aquella mujer, ni de las razones por las que vagaba con lentitud entre las macetas y los árboles de chile. A veces parecía detenerse a oler las flores y acariciar las hojas, para que a la mañana siguiente éstas recibieran marchitas la luz del sol.
Entonces un aterrador recuerdo me nubló la vista, sentí la sangre agolparse en las venas de mis sienes y las orejas se me calentaron. Ya había visto a la vieja, meses antes de tener idea sobre el relato que acababa de escuchar. Fue una madrugada, uno de los primeros desvelos verdaderos de mi vida, cuando iniciaba a interesarme en las cuestiones espirituales, refinadas durante siglos. En esos días era inmaduro e imprudente, y no sabía lo que estaba haciendo.
Había jugado con la tabla desde las diez de la noche, maravillándome inocentemente con la increíble coherencia de las frases formadas, ya fuesen trucos del cerebro o auténtica intervención extraterrena; y, más o menos a las dos de la madrugada, escuché un extraño sonido proveniente del patio de atrás, que conecta con la casa de la abuela por medio de una puerta en el extremo del muro posterior. Admito que mis nervios estaban algo alterados por la naturaleza de la actividad que desempeñaba en ese instante. También sé del gran poder de la mente. Sin embargo, algo en mi interior y la nitidez misma de la escena me dicen que lo que vi era real.
Por una fuerza imposible de explicar, que ha de ser la misma que lleva a los protagonistas de las películas de horror a precipitarse a un destino fatídico —eso o mera estupidez—, me levanté de mi banco y caminé sin prisa hasta la ventana. Mi alma ya preveía lo siguiente y tal vez por eso pude soportarlo con entereza, si bien el episodio dejó su huella en mí. Jalé la cortina apenas lo suficiente para poder ver hacia el exterior, y fue ahí que la pude ver con la misma claridad con que estoy viendo la pantalla de la computadora. Una anciana encorvada en medio del jardín de la abuela; llevaba un vestido blanco con bordes que se arrastraban por el suelo y un chal negro le cubría la cabeza. Se detuvo frente a los rosales y se agachó para tomar una flor. Y así, desde esa posición, giró y levantó la cabeza hacia mí. Nunca he experimentado una sentimiento de vacío tan profundo como el de aquel día, y a la fecha me pregunto qué mano me sostuvo para que no cayera inconsciente en medio de mi alcoba. Daba la impresión de que la señora —si es lícito llamarle así— era completamente calva, con la frente surcada por largas y ondulantes arrugas; los ojos y la nariz eran sólo orificios, y en los labios se le dibujaba la sonrisa más perversa e inhumana que sea posible imaginar.
Presa del pánico, solté la cortina y di unos pasos hacia atrás. Sentía un nudo en la garganta que pensé me ahogaría de tan apretado; las lágrimas, que tan desesperadamente querían salir de mis ojos, eran reprimidas por mi agitada respiración. Con la cabeza dándome vueltas y sintiendo que en cualquier momento el espantoso espectro vendría por mí, aventé la tabla debajo de la cama y salí del cuarto para correr lo más callado que pude hasta el de mis padres. Ahí me senté en el suelo a la espera del amanecer.
Ahora, el cuento venía a destrozar mis pocas esperanzas de que aquella visión fuera sólo un producto de mi mente maleable. Mi abuela se enderezó en su asiento, satisfecha del efecto que había tenido sobre su pequeño auditorio. Mi hermano sonreía, encantado por la siniestra historia que acababa de escuchar, mientras mi hermana, perpleja, mantenía la boca abierta. La tenue luz de las velas había disminuido su intensidad hasta dejarnos casi a oscuras. La furia de la tormenta había amainado, convirtiéndose en una susurrante llovizna.
Pude escuchar a mi madre que se levantaba de la silla, y volteé a tiempo para verla retroceder con un gesto de miedo que deformaba su semblante. Volví la mirada al frente, con la odiosa certidumbre de que algo espantoso tendría lugar a continuación. Un rayo iluminó el cielo nocturno al otro lado del enorme ventanal, y el blanco fulgor plasmó en el empañado vidrio una cara… la misma cara de esa anciana, con cada rasgo, cada arruga dibujados por un dedo fantasmal. Un grito expulsado de mi garganta opacó el estallido del trueno; era un alarido que trataba de negar con su propia irracionalidad lo absurdo de aquella situación. La tenue luz de las candelas se desprendió de los pabilos para concentrarse como un aura espeluznante alrededor de la abuela. Levantó la barbilla y mostró una faz cargada de perversidad ajena, con toda su bondad y ternura arrebatadas. Mis hermanos y mi madre habían desaparecido en la oscuridad; estaba solo… solo con aquella maldita vieja.
Retrocedí arrastrándome con las manos, en medio de alaridos ahogados y sin poder apartar la vista de la aparición que se levantaba del asiento, sin hacer ningún ruido o siquiera mover la mecedora, que se quedó echada para atrás como si siguiera soportando el peso de la abuela. Quedé paralizado por el horror a ver la inconcebible altura de ese ente escupido por el averno; su cabeza cubierta por un arrugado velo negro rozaba el techo, sus manos marchitas con dedos chuecos igual a ramas partidas trataban de alcanzarme, pero los codos se negaban a estirarse, como si la artritis hubiera terminado por devorarle cada una de sus articulaciones. Sus cuencas vacías me miraban fijamente, y al fondo de esa negrura infinita percibí la verdadera tristeza y el auténtico pánico. Por primera vez en mi vida sentí que moría.
El espectro se llevó los dedos de gancho a su asquerosa boca deformada en esa sonrisa burlona y los empezó a chupar, a la vez que reprimía una carcajada que inflaba su pecho en espasmos violentos. Dio un paso hacia mí, estirando el brazo izquierdo el cual tronó como si sus huesos hubieran estallado. Un providencial hueco en el estómago rompió mi estado hipnótico al tiempo que hacía casi palpable el pavor que sentía. Me puse de pie a trompicones y comencé a correr, sin hacer caso de los golpes contra los muebles, con la risa ronca y grave que me despedía susurrándome al oído. Luego de algunos agonizantes segundos que parecieron extenderse hasta convertirse en horas, alcancé la puerta y me lancé al jardín.
No me importó que precisamente de ese lugar había surgido el infernal ente, y aun así a cada segundo esperaba verlo acuclillado entre las plantas, marchitando los flores con su degradante aliento, o que de un momento a otro sintiera su mano reumática desgarrándome el hombro. Percibía claramente una presencia que me seguía cada vez más cerca; la espina me hormigueaba hasta la pelvis y los escalofríos que la asolaban me hacían tener el ominoso pensamiento de que se trataban de los dedos helados de la decrépita mujer. Casi podía escuchar sus pasos tras de mí, avanzando a una velocidad inverosímil; me parecía oler su fétida respiración humedeciendo mi nuca. Alcancé la puerta de aluminio que comunicaba mi casa con la de la abuela y la azoté con tremenda fuerza. Por un instante sentí el alivio que da el hogar, pero esa calma era sólo el preámbulo de tormentos aún peores.
La evocadora penumbra y el silencio sepulcral, tan sólo roto por un lejano maullido que se asemejaba al llanto de un bebé, fueron los primeros indicadores de que la pesadilla estaba lejos de terminar. Temeroso por ese invisible presagio, avancé lentamente por el estrecho patio, extrañándome por que los perros no habían salido presurosos por la puerta para disipar mi miedo infantil. En cambio, sólo veía el inquieto resplandor anaranjado que iluminaba el umbral.
Me deslicé en la cocina iluminada por un par de velas sobre el desayunador, mismas que proyectaban siniestras sombras contra la estufa. Un lastimoso gemido me sobresaltó y me hizo voltear a la izquierda. Encontré a mi padre sentado en el mosaico y recargado contra el mueble del fregadero; abrazaba al pequeño perro mestizo que temblaba y chillaba sobre su regazo. No hubo necesidad de usar palabras para adivinar la causa de su lamentable estado, que había reducido su figura, entonces imponente, a la de un pobre niño como yo. Cuando levantó una de sus temblorosas manos, un dedo, tan chueco como el de la misma Muerte, apuntó hacia las escaleras.
De esa manera, y contra todo sentido de conservación, me vi obligado a asumir el rol que le tocaba a ese señor encogido en el piso. El miedo alojado en mis entrañas comenzaba a dejar la marca que hasta hoy me causa tantos dolores; el sudor y el frío luchaban por el derecho de poseer mi cuerpo, la presión en las sienes se volvió insoportable. La poca luz que iluminaba la cocina se perdía definitivamente justo al llegar al umbral que daba al pasillo a donde debía dirigirme ahora. No tenía caso retrasar por más tiempo un destino que parecía inevitable.
Avancé y me perdí en la oscuridad, como si las sombras me hubieran abrazado hasta convertirme en parte de ellas. Al girar medio cuerpo comprobé que había cruzado la entrada a otro mundo que, sin embargo, ocupa el mismo espacio que el nuestro; la cocina despareció dentro de las fauces de ese maldito plano astral, tragándose de igual manera a mi padre y a mi perro. El silencio era tan profundo que pude escuchar el eco del universo, el canto profundo y gutural de una gigantesca bestia que acecha en la infinidad y el angustiante chillido de sus celestiales emisarios. Según yo, no me había movido un centímetro desde traspasado el portal, mas al intentar proteger mis oídos de la espeluznante música cósmica, mi mano izquierda chocó contra el pasamanos de las escaleras. La penumbra cedió un poco al percibir mi mirada que intentaba llegar a la cima. La luz de la lámpara de mi cuarto estaba encendida.
Sí, el pequeño foco de cuarenta watts brillaba, indicándome el camino igual a una estrella distante ya extinta hace eones; alumbraba el pequeño buró, el piso de madera ya muy desgastado y un flanco de la cama. No alcanzaba a ver si esa funesta sombra me esperaba tras la puerta o cómodamente recostada sobre mis almohadas, pero —me estremezco al recordar— la certidumbre de que ahí estaba era la más insoportable tortura. Una respiración entrecortada, silbante, fue desplazando a la polifonía galáctica nacida del vacío conforme subía cada escalón hasta que sólo quedaron esas exhalaciones cancerígenas, y la luz disminuyó un poco su intensidad y se hizo más naranja.
Llegué al giro de la escalera, con lo que pude obtener una mejor vista de la recámara, con cada sombra simulando la figura altísima del espectro. Aún permanecía oculta la mitad, pero no fue necesario llegar al último peldaño. Mis sentidos se habían agudizado en ese breve lapso, y pude darme cuenta de que la respiración procedía de debajo de la cama. Por aquel resquicio, un par de ojos verdes de agua putrefacta de una laguna contaminada observaban mi avance. Una vez más me congelé, presa del pánico y con un golpe de mareo que me obligó a rasguñar la pared para no caerme. La cara de la anciana se dejó iluminar por el débil brillo de la lámpara, al mismo tiempo sus ojos se apagaron para volver a ser dos abismos insondables, mientras la cabeza se deformaba como el cuerpo de una rata al abrirse paso afuera de la cama. Sonreía triunfante, pues se dio cuenta de que al fin podría absorberme con su aliento a condenación. Mas su risa era sorda o, mejor dicho, en forma de silbido. Se arrastró hacia mí, con sus extremidades tronando y torciéndose de maneras espantosas. Cuando por fin estiró su mano para alcanzarme con su dedo en forma de guadaña, sólo pude apretar los párpados con todas mis fuerzas.
Me desperté con el sudor empapando mi rostro como si recién lo hubiera sacado de un balde de sucia y fría agua, la mandíbula me reclamaba la terrible presión que amenazaba con reventar las muelas y mi mano izquierda se aferraba al edredón con dedos que parecían garras, mientras la derecha trataba en vano de contener la ira dentro de mi pecho. Respiraba agitadamente, con un feo silbido saliendo de las fosas con cada exhalación. Y recordé con cierta nostalgia las noches en que la familia se reunía para contar historias sobre apariciones y fantasmas.
Bafumet Acene (México, abril del 2015)

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